miércoles, 30 de julio de 2008

Una de vaqueros con Ignacio Trejo




En días pasados estuve de visita en Pachuca, la mítica ciudad hidalguense. Es un territorio que he visitado muchas veces desde que era pequeño, y cada vez que paso por allí regreso reconfortado, tranquilo, casi casi optimista. Debo aclarar que esta última visita fue distinta porque fue doble: viajé a Pachuca dentro de Pachuca. Más de uno pensará que me comí unos pastes de peyote. Juro que no fue así. El “viaje” a Pachuca con escala en Pachuca se debió a que leí El Vaquero más Auténtico que Existió, novela de Ignacio Trejo Fuentes publicada por Ficticia, la editorial que dirige con muy buena puntería Marcial Fernández.
A Ignacio Trejo no hace falta presentarlo: sabemos bien que es narrador, ensayista y cronista. Que nació en Hidalgo en 1955 y que tiene más de veinte libros publicados. También que ha ganado premios como el Nacional de Periodismo Cultural Comitán de Domínguez y el Internacional de Ensayo Sergio Galindo, y que es sin duda uno de nuestros críticos literarios más respetados.
Siempre contada a través de la mirada de un narrador-personaje que recuerda sus años de juventud, El Vaquero más Auténtico que Existió puede ser leído como una crónica de la violencia implícita en el despertar al mundo adulto. En un centenar de páginas, Ignacio Trejo Fuentes nos convierte en testigos de cómo una parvada de jóvenes buscan su sitio en un mundo que no acaban de comprender.
En esos trances se hallan cuando llega a la ciudad un tipo al que apodan El Vaquero y cambia la vida de todos para siempre.
El protagonista recuerda sus primeros amoríos con Inés, una morenaza tan joven como él, también ávida de descubrir el mundo en el cuerpo del prójimo. Conforme las páginas van avanzando, la Pachuca que el autor construye se va poblando de personajes marcados por sus obsesiones. Algunos son entrañables, como Carmela; otros rabiosos, como Zedillo, quien goza de una posición privilegiada (por ser el niño rico del rumbo y por el rifle que carga consigo); otros presentan patologías habituales, como Papelito Colorado, un niño que deambula por las calles hidalguenses en busca de alguien que le ponga atención.
Finalmente, casi todos los personajes que habitan esta novela cargan un impulso vital tan poderoso que no les cabe en el cuerpo. Es el caso del narrador, de Inés y de Eloísa, quienes descubren el erotismo como un oasis en un entorno marcado por la muerte. El amor es, en este caso, un pecado que salva.
Como una crónica genial, El Vaquero más Auténtico que Existió abre con una frase contundente, un machetazo certero: “Inés, la luna y yo perdimos nuestra virginidad al mismo tiempo”.
De un plumazo nos ubica, sin necesidad de mencionar fecha alguna, 21 de julio de 1969, día en que Neil Armstrong pisó la Luna. Más que un detalle, esta evocación construye un puente entre la realidad y la ficción, borrando así las fronteras entre éstas.
Trejo Fuentes vuelve a utilizar estos recursos, tan propios de la crónica, en el paréntesis que abre en mitad de la novela para narrar una historia que liga al primer hombre que pisó la luna, Neil Armstrong, con una anécdota sexual.
El aprendizaje de la vida es, inevitablemente, el aprendizaje de la muerte. Los personajes de El Vaquero más Auténtico que Existió lo descubren por el camino difícil. Sus rituales van del erotismo a la violencia en un ambiente que combina ambos con la insólita naturalidad con que se mezclan en el México de nuestros días. El asombro viene sólo hasta que los hechos son “recordados” por el narrador, como ocurre con los habitantes de esta novela, acostumbrados a ver un viejo yate encallado en un basurero, a cientos de kilómetros de la playa más cercana. ¿Cómo llegó allí? Nadie lo sabe, pero tampoco nadie lo pregunta.
Ignacio Trejo Fuentes reconstruye así un sistema poroso con huecos, vacíos y contradicciones que le dan verosimilitud a la novela. Como los vaqueros de los western, El Vaquero es un personaje que sólo está de paso por Pachuca. Nadie sabe bien de dónde viene ni a dónde va. Bien mirado el asunto, no conocemos ni siquiera su nombre. Pero es el que abre fuego y precipita el final de esta entrañable historia.
El morbo que a los jóvenes personajes les provocan los misterios de la vida (que toman forma en los fetos que flotan en frascos llenos de formol del anfiteatro, en los habitantes de las cantinas y en los cadáveres que aparecen en distintos rincones de este libro), también se los provocan los misterios de la muerte. Mueren muchos personajes en este Pachuca literario, y casi todos con muertes violentas.

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