En Pacto de sangre, James M. Cain ofrece tres elementos esenciales para un asesinato perfecto. El primero es la ayuda: nadie mata solo. En segundo lugar enlista lo que los manuales de derecho conocen como alevosía, y que consiste básicamente en que el procedimiento, el sitio y la hora de la muerte sean conocidos de antemano por los verdugos. Sin embargo, lo que realmente distingue a los profesionales de los advenedizos es la audacia. El crimen perfecto no es aquel cuyo autor jamás llega a descubrirse, sino la ejecución pública donde los homicidas tienen preparada una colección de coartadas infalibles, a prueba de investigación.
Así pues, el asesino ideal no evita las leyes porque puede torcerlas en su favor. El poder es, siempre, poder matar. La resaca viene cuando se hace conciencia de que estas seis palabras, que en el papel aparecen como fórmula ingeniosa, son además regla no escrita en el México de nuestros días. De allí que esas seis palabras sean también una de las premisas de Máscara negra, de Federico Campbell.
Como el autor aclara en el texto introductorio, este libro nació de textos periodísticos. En un principio los contenidos se movían en la esfera de la literatura policíaca: Los inquilinos habituales de estas páginas se llaman Edgar Allan Poe, Wilkie Collins, Raymond Chandler y Dashiell Hammet. El nombre mismo de la columna es un tributo a Black mask, la publicación norteamericana de historias policiacas fundada por en abril de 1920 por H. L. Mencken y George Jean Nathan.
Como invariablemente sucede en la mejor literatura, la realidad no tardó en asomarse. No cabe aquí el viejo esquema que concibe a la ficción como contrapunto de la realidad. Ya en la página treinta, Campbell nos recuerda que la ficción policíaca es una parodia, “un juego organizado que no podría darse sin los componentes más determinantes de la vida, puesto que nada se crea a partir de la nada”. En las ficciones –asegura el autor– los lectores se reconocen a sí mismos y al mundo que los rodea. Un ejemplo: escritos en su mayoría en una época marcada por la guerra fría, los textos que componen Máscara negra se internan en los laberintos de la novela de espionaje, género que nació en el siglo pasado como una forma de incorporar en la trama la política y “meditar veladamente” acerca de que estaba ocurriendo en el plano internacional. Se equivoca quien piensa que las novelas de espionaje eran consideradas inofensivas: no en vano tanto la CIA como la KGB sostienen desde esa época centros de investigación literaria que analizan los volúmenes del género en busca de filtraciones.
Pero el mejor ejemplo, quién lo niega, lo tenemos en México: vivimos inmersos en un ambiente hostil, persecutorio. Un ambiente de novela criminal. Una novela que se caracteriza porque muy pocas veces se solucionan los misterios y casi nunca se encuentra a los culpables. Las historias del México actual que Federico Campbell consigna en este libro están llenas de vacíos e interrogantes porque en la vida real no existen certezas completas, perfectas. Seguimos preguntándonos quién ordenó las muertes de Luis Donaldo Colosio, de Francisco Ruiz Massieu, del cardenal Posadas. Seguimos esperando que se proceda contra los autores intelectuales de los asesinatos de periodistas como Héctor “el Gato” Félix, codirector del semanario Zeta, acribillado en Tijuana la mañana del 20 de abril de 1988. O Manuel Buendía, ejecutado en la avenida Insurgentes de la capital durante la noche del 30 de mayo de 1984.
Máscara negra narra también los alcances del poder corruptor que deriva del crimen organizado. Poder capaz de invertir los papeles: militares y policías que fabrican culpables, que venden impunidad, que se vuelven traficantes, que persiguen a un capo para proteger a otro, sicarios que se disfrazan de agentes.
En México esto sucede con frecuencia: todos los días atestiguamos crímenes que quedarán impunes. Los noticieros y los diarios están llenos de sangrientos enigmas que nadie soluciona, porque los encargados de realizar las investigaciones y de hacer respetar la ley son a menudo quienes primero la infringen. Si esto sucede es porque en México las autoridades son, en muchos casos, aquellos perfectos asesinos que definió James M. Cain. Tienen la ayuda necesaria para torcer la ley en su favor y ejercer el poder con brutalidad y alevosía. Porque, como dice Federico Campbell en este gran libro que es Máscara negra, en México el poder es, siempre, poder matar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario