lunes, 31 de marzo de 2008

Al norte con Pancho Villa

Paco Ignacio Taibo II fotografiado por Edith Luna


"Pancho Villa contó sus historias centenares de veces y otros contaron a otros lo que él les había contado. Y éstos a otros. Y así lo seguimos contando", lee Paco Ignacio Taibo II y aprovecha la pausa para dar una calada al cigarro. Cuando suelta el humo, sus ojos se entrecierran. Lee unas líneas más abajo: "Villa hablaba como si supiera que durante un centenar de años sería sujeto de apasionados amores populares, de enconados odios burgueses y material magistral para novelas que nunca se escribieron". Narrador, historiador, periodista y fundador del género neopoliciaco en América Latina, Paco Ignacio Taibo II sostiene en las manos un ejemplar de su libro más reciente: Pancho Villa. Una Biografía Narrativa.
El volumen de 854 páginas esclarece mitos y verdades acerca del líder de la División del Norte. Así revela un Villa que prácticamente no probaba el alcohol, que gustaba de las malteadas de fresa y las palanquetas de cacahuate, que fue ladrón de ganado y asaltante de caminos; un hombre cuya vida cambió en 1913 en Torreón y que al año siguiente, en la misma ciudad, cambió el rumbo del país entero. Taibo II luce a la vez agotado y satisfecho. Ha dado 48 conferencias en los 45 días que duraron en el Zócalo los campamentos de la Coalición Por el Bien de Todos. Aún así tiene tiempo para hablar de qué lo motivó a escribir el libro: "El personaje siempre me resultó enormemente atractivo. Además tenía la impresión de que se acercaban tiempos en que los mexicanos iban a preguntarse por un tal Francisco Villa. Entonces dije `me voy a echar dos años de mi vida en esto. Al final me eché tres y cacho". El fantasma de Villa cabalgaba desde hace tiempo entre las obsesiones del autor, quizá por eso esboza una sonrisa cuando se le recuerda que su novela Cuatro Manos comienza con el asesinato del caudillo. Ese libro también habla de un Premio de Periodismo Pancho Villa. Y en Mi Amigo Morán, otra de sus novelas, Villa figura entre los personajes.

Pistas por todos lados
Para escribir el libro, Taibo II pasó muchas semanas investigando las huellas del personaje por el norte del país. Asegura que donde quiera encontraba objetos, testimonios, fotografías. Ese exceso de pistas fue una de las dificultades de la investigación: "Donde quiera había material, pero más que información, encontraba desinformación. (Eso) me obligó a una revisión desesperada de centenares, millares de periódicos". "Estaba buscando testimonios más o menos directos, tantos como pudiera, que me permitieran confrontar para desarmar las versiones falsas. Había qué trabajar quitando, no poniendo, y sobre todo confrontando y ordenando". Como ejemplo, Taibo II cita una de las versiones más difundidas acerca del personaje: que Pancho Villa tomó su nombre del de un viejo bandolero con el que había estado en Chihuahua. "El problema -aclara mientras niega con la cabeza- es que no coinciden las fechas: encuentro en unos archivos cómo este viejo bandolero salió de la región de Chihuahua rumbo a El Paso hacia 1893. Villa no pudo sumarse a la partida de este bandolero sino hasta 1902, por lo tanto no lo conoció. Además si te quieres esconder es absurdo usar el nombre de un viejo bandolero, ¿no?". A la hora de redactar, comenta, la dificultad estuvo en tomar distancia para dejar que fuera el lector quien juzgara al personaje: "Mi misión era contarlo, y contarlo lo mejor posible. Establecer cuándo sucedía algo, por qué, en qué contexto. Por qué Villa estaba enfadado con éste o con el otro, por qué era un hombre irascible y porqué era al mismo tiempo un hombre de emociones fáciles. Quise contarlo, no juzgarlo". Pero en Pancho Villa. Una Biografía Narrativa se ve la intención de contar no sólo al hombre, también los mitos que lo rodean: "Hay capítulos enteros dedicados a contar la construcción mítica de Villa. Todo ese material me parecía muy interesante, pero había que darle su verdadero valor. Recurro muchas veces a esas frases como `de esto se dice' y `dicen que dijo' porque no tengo manera de establecer certidumbre sobre algo que me gusta. Algunas veces descarto directamente y digo `esto no es cierto'. Otras descarto con una sonrisa, diciendo `esto no es cierto, pero es bonito'. A fin de cuentas todo forma parte de lo que fue luego el personaje". "El anecdotario es de una riqueza inmensa. Me podría pasar horas contando anécdotas de Pancho Villa yo también, ¡ya me volví villista!", dice antes de que su voz estalle en una risa abierta, un poco contaminada por una tos seca, de fumador irremediable. Armar una biografía no era un desafío desconocido para Taibo II. Autor de un célebre libro sobre el revolucionario argentino-cubano Ernesto Che Guevara, escribió también Arcángeles, una colección de 12 relatos biográficos de líderes de izquierda. Esa experiencia, comenta, le ayudó a superar más fácilmente los problemas que surgían al escribir la biografía de Villa. No es casualidad que defina al revolucionario como un "arcángel de los jod...": "Lo defino así porque representa la ocasión de venganza de los agraviados en un país donde el agravio ha abundado entonces y ahora. Han pasado casi cien años, pero el agravio persiste, y persiste de manera dolorosa. No está mal que Villa regrese, está a toda m... Me alegra echar una mano al retorno de Pancho Villa". "En cuanto a la experiencia, Arcángeles me ayudó a encontrar maneras de escribir, de contar las historias -hace una pausa para cambiar de tabaco-. El Che me enseñó un montón sobre las maneras de investigar. Hablo del propio Che, no del libro: cuando discutía de cómo escribir Pasajes de la Guerra Revolucionaria, me ayudó a entender y a buscar. A veces tres personas que han estado en un mismo acontecimiento lo cuentan de manera diferente y no sólo eso, a veces contradictoria. Es un trabajo de poner en orden y luego contrastar." Para Paco Ignacio Taibo II existe una confianza excesiva de los historiadores mexicanos hacia los documentos: "El culto hacia el documento es muy chistoso. Se miente con tanta alegría en los documentos como en la memoria, en el registro oral, como en la entrevista, por favor -frunce el ceño y levanta las manos-. Además la ausencia de los grandes documentos del villismo lo hace más difícil: muy pocos partes están registrados, el archivo de la División del Norte desaparece con la caída de Chihuahua".

Tiros en La Laguna
En el libro hay varios capítulos dedicados a la Comarca Lagunera. Y es que las batallas libradas allí, señala Taibo II, son decisivas en la lucha revolucionaria: "Las batallas de Torreón son importantes: la primera (septiembre de 1913) porque Villa se dota de una artillería de veras, esa batalla construye la División del Norte. La segunda (abril de 1914) porque construye la derrota del huertismo. Es incluso la batalla más dura de todas las que hubo contra el huertismo y la que más difícilmente se define". El autor asegura que le tomó semanas en términos de investigación desentrañar la primera batalla de Torreón de la segunda, pues en la memoria de los supervivientes ambas se confunden. "No es fácil contar una batalla. Hay que contarla con una mezcla de materiales: la visión general, la visión estratégica, y las pequeñas historias. También fue muy difícil desentrañar la especie de "empate político" que se dio entre Velasco, que dirigía a los Federales, y Pancho Villa. "La segunda batalla de Torreón estuvo a punto de definirse de un lado o del otro varias veces. La primera batalla les había indicado a los federales cómo confrontar a Villa y él tenía poca paciencia. Estoy convencido de que hubo un momento en que estaba pensando en retirarse, y entonces la retirada de los federales provocó que la batalla de Torreón se definiera en favor de él. Pero estuvo en el aire". Además la segunda batalla de Torreón "es quizá una de las batallas más desinformadas de la historia de la Revolución Mexicana. Mientras estaba sucediendo, lo periódicos de la Ciudad de México decían todos los días cosas que no habían sucedido. Mentían descaradamente. O sea que toda la información de prensa directa no sirve para nada. La prensa de Chihuahua estaba censurada por el propio Villa. La única que podía filtrar algo era la prensa norteamericana a través de los corresponsales, pero Villa les cortó el hilo telegráfico para que no se supiera qué estaba pasando en Torreón, de tal manera que las tres fuentes de prensa directa no sirven".

La herencia de Villa
"Es todavía muy pronto para decir la forma en que Pancho Villa cambió mi vida, son demasiados años trabajando -asegura Taibo II. Se queda pensando un momento; Villa le sonríe desde la portada del libro-. Durante la redacción, Villa cambió mi vida porque tuve que consagrarme tiempo completo, 14 horas diarias, siete días a la semana, durante siete meses. Si no, la memoria no me daba. Necesitaba tener frescos los datos. Y luego sale un ladrillo de ese tamaño que asusta a los lectores... por otro lado quedé muy contento de cómo quedó el libro, espero que las lecturas empiecen a dar retroalimentación". "Villa cambió mi vida estos dos últimos meses de conferencias en los campamentos. He dado 48 conferencias en 45 de campamentos. De Historia de México, ante públicos que iban de cien personas a mil, con un montón de discusión, debate. Me dejó claro la intensa relación de los mexicanos críticos, de los mexicanos que pelean, de los mexicanos que combaten con su historia y la necesidad de su historia. Tenía planes para cuando acabara el Villa: tranquilamente dedicarme a una novela y descansar. En lugar de eso estoy metido terminando un libro chiquito sobre el cura Hidalgo y la historia de la guerra del Yaqui, porque hay que contar esas historias". Abierta sobre la mesa, junto al libro, descansa su agenda. Prácticamente todos los casilleros están llenos con nombres de ciudades norteñas: Monterrey, Culiacán, Chihuahua, Torreón, Saltillo... Mientras apaga el cigarro, Taibo II cierra la entrevista: "También tengo muchas ganas de esta gira por el norte a donde me voy ahora: dos semanas, una ciudad por día, en el norte de México, donde las huellas del villismo son más profundas. A ver qué pasa".

Por una literatura sin patria: Piglia

Piglia en Madrid, octubre 2007



“Hay que ver si con pocas palabras podemos empezar a construir un espacio donde podamos entendernos, porque las palabras han quedado totalmente corrompidas con la política”, dice Ricardo Piglia al hablar de qué significa escribir en países que han sufrido dictaduras, como es el caso de la mayoría de los países latinoamericanos, entre ellos su natal Argentina: “Tenemos que hacer como Hemingway o como Rulfo… con pocas palabras decir todo”.
Catedrático en instituciones como Harvard, Princeton y la Universidad de Buenos Aires, Ricardo Piglia es uno de los autores en lengua castellana más controvertidos. De su obra, traducida al inglés, francés, italiano, alemán y portugués, destacan las novelas Respiración artificial y Plata quemada. Viaja por los cinco continentes para participar en coloquios en donde se analizan sus libros. De paso por México para asistir a uno de estos foros, el maestro habla de literatura, de historia y de política. Tras la inauguración del Coloquio Internacional Juan José Saer y Ricardo Piglia: entre ficción y reflexión, el autor argentino charla con estudiantes, con periodistas, con otros escritores.
¿Cómo construir este nuevo espacio a partir de la palabra? Es posible desde muchos ámbitos. Al definir la relación entre política y ficción, Piglia ha dicho que “no se trata de ver la presencia de la realidad en la ficción ―realismo―, sino de ver la presencia de la ficción en la realidad ―utopía―”. Quizá por ello al abordar la situación de su país señala que se ha abierto recientemente un espacio de discusión política que debe observarse con interés: “se están diciendo cosas que hasta este momento no se habían dicho; se está reconociendo la política de Derechos Humanos, se están reconociendo cuestiones que en la Argentina habían quedado siempre reducidas a pequeños grupos de activistas”.
Cita como ejemplo a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo (organización que reclama la desaparición de jóvenes durante la dictadura). Organismos como éste, dice, “luchan por abrir el debate en la Argentina sobre la historia, la memoria, la ética. Desde luego el gobierno ha sentido la presión de todas esas fuerzas sociales que a veces parecen invisibles, que parecen no tener poder, pero a la larga logran imponer sus conceptos éticos. Creo que eso lo debemos ver todos con mucha ilusión: está la experiencia las madres de Plaza de Mayo que eran siete, aisladas, y hoy se han convertido en una voz autorizada en el mundo entero”.
En cuanto a la tarea de los escritores en esta revaloración de la palabra, Piglia se pronuncia por una literatura sin patria, es decir por obras que no estén atadas al color local ni a los registros estatales. Admite que no se puede escribir sin la propia tradición, pero también recuerda que ésta incluye a todas las demás: “la tradición nacional es como un río ―explica―, pero uno sale a cazar: se va de ese río a buscar patos por ahí; no está siempre encerrado (…) Entonces esta idea de que no tenemos patria es tratar de que nuestro propio espacio sea lo más amplio posible”.
Este ensanchamiento en el horizonte creativo, aclara, “no debe entenderse como globalización, que es una palabra horrible y que crea una especie de estado medio de la cultura. No me refiero a una cultura mundial que funciona igual en todos lados, sino a que las culturas nacionales están en conexión con las culturas internacionales. Ésa es la es la patria del escritor: un lugar en la frontera”.
Y es que Piglia mismo parece estar reinventándose continuamente. Quizá por eso al definir su más reciente novela, El último lector, aclara que no se trata de un libro sobre los lectores en general, ni sobre lecturas, sino sobre lectores específicos que aparecen en novelas como Ana Karenina, como algunos personajes en las obras de Chandler: “el tema del libro es el lector como héroe. Hay muchos héroes en la literatura: el que caza ballenas, el torero… se me ocurrió que también el lector podría ser un héroe: es un personaje muy drástico, muy interesante, muy intenso”. El mayor reto al que se enfrenta el escritor es el cambio constante. Ser un escritor diferente, no repetirse: “intento que el libro que escribo sea diferente al que he escrito antes. Admiro muchísimo a escritores como (Juan José) Saer o como (Juan Carlos) Onetti, como (Jorge Luis) Borges, que han trabajado desde el principio siempre con un tono, con una música y han escrito en un sentido se puede decir que un solo libro, pero también admiro a escritores como (Manuel) Puig o (James) Joyce que han intentado siempre escribir un libro distinto. Trato de empezar siempre de cero porque si no, en mi caso, la literatura no sería interesante”.

Paganini en manos de una niña

La niña Hahn




Arrancando notas al violín como si se tratara de su propia voz, Hilary Hahn hace una nueva demostración de fuerza, precisión y luminosidad al ejecutar conciertos de Nicolò Paganini y de Louis Spohr. Con el carácter musical de las obras como el norte de la brújula, esta joven protagoniza una grabación donde explora el potencial expresivo del instrumento que la acompaña desde los cuatro años.
Las obras seleccionadas para la décima grabación de la niña Hahn –como es conocida en el ambiente musical– son el Concierto para violín No. 1 de Paganini y el Concierto para violín No. 8 de Spohr, compositor alemán de quien es difícil encontrar material grabado. Aclaro de una vez por todas que no pretendo hablar desde el balcón alfombrado del crítico, sino desde la gayola donde los aficionados compartimos con entusiasmo los tesoros hallados en las salas de concierto y en las tiendas de discos.
Lanzado en octubre bajo el sello Deutsche Grammophon, con la participación de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Suecia bajo la dirección de Eiji Owe, este álbum planta a los escuchas frente a una ejecutante madura que exhibe una profunda seguridad en sus capacidades interpretativas. Más que alardes de virtuosismo, encontramos aquí una sentida celebración que estrecha los lazos entre las cuerdas y el bel canto, de modo que las melodías funcionan como disparadores de emociones.
Nacida en 1979 en Lexington, Virginia, Hilary Hahn demuestra por qué en 2001 fue reconocida por la revista Time como la mejor ejecutante joven de música clásica en América. Ganadora de un Grammy por su grabación de los conciertos para violín de Brahms y Stravinsky, la niña luce niveles inusuales de sensibilidad y madurez no sólo ante la música, también frente a otras manifestaciones artísticas como la literatura y la fotografía. A la fecha ha grabado diez discos que incluyen conciertos de J.S. Bach, Mendelssohn, Elgar y Shostakovich.
“La idea del violín como una forma de voz ha permanecido en mi mente desde la niñez”, explica en una nota que acompaña al álbum. “No sólo se trata de comparar al violín con una extensión simbólica de la garganta del ejecutante, los dos instrumentos, por diferentes que parezcan, comparten similitudes tonales y profundidad emocional”.
El escucha debe tener en cuenta, señala la intérprete en el mismo comentario, que “en estas grabaciones no hay pasajes destinados a impresionar por su virtuosismo a expensas del contenido musical”. Y es que en esencia el álbum aspira a combinar las propiedades dramáticas del instrumento más antiguo –la voz– con el carácter íntimo, la fuerza y la belleza del violín. Sin duda lo logra: además de la claridad es destacable la intención en los fraseos y la calidez de la ejecución en ambos conciertos, desde el tutti que abre el concierto de Paganini hasta los últimos armónicos que resuenan entre las butacas imaginarias una vez que ha terminado la obra de Spohr.
Se dice que Nicolò Paganini era virtuoso a tal grado que muchos veían poderes sobrenaturales en sus ejecuciones. Ya que hablamos de voces excepcionales no sería exagerado decir que la niña Hahn y su violín emprenden un canto para el compositor. Sobre el concierto incluido en esta grabación es importante aclarar que, a pesar de que es conocido como el primero, fue en realidad el segundo en el orden de composición, y que fue publicado hasta once años después de la muerte del maestro.
De Spohr puede decirse que compuso al menos quince conciertos para violín, de los cuales muchos no sobrevivieron a los límites del siglo XIX. Y en favor de las intenciones operísticas del violín de Hilary, conviene recordar que el propio Paganini describió alguna vez a este compositor como «el mejor cantante en su instrumento». También es pertinente mencionar que el octavo concierto para violín ha sido grabado con anterioridad por Jascha Heifetz y Albert Spalding entre otros ejecutantes destacados.
Conforme se acercan los últimos momentos del disco, resalta el allegro final, de particular belleza. El violín desarrolla líneas melódicas que poco a poco acumulan tensión y hacen evidente por qué en música los temas sencillos son los que ofrecen más posibilidades de tratamiento. Como es propio al final de una excelente ejecución, se impone un ramo de flores para la niña Hahn, que con sus manos ha hecho cantar a Spohr y a Paganini.

viernes, 28 de marzo de 2008

Si los policías remendaran calcetines



Cuenta tu aldea y contarás el mundo, dice un proverbio indio. Y eso, contar su aldea, es lo que hace Henning Mankell en sus libros. A través de los ojos del inspector Kurt Wallander nos muestra que el mundo se ha convertido en un sitio inseguro: violencia, corrupción, drogas, racismo. Un mundo desechable.
Nacido en Estocolmo, Suecia, en 1948 Mankell divide su tiempo entre Estocolmo y Maputo, la capital de Mozambique, donde dirige el teatro nacional Avenida. Traducidas a treinta y tres idiomas, las novelas de Mankell se han convertido en películas y series televisivas. Entre los títulos de sus novelas están: Asesinos sin rostro, Los perros de Riga, El hombre sonriente, Pisando los talones, Cortafuegos y La quinta mujer.
Las novelas de Mankell se leen de un tirón gracias al suspense que le imprime a las historias. Kart Wallander, el protagonista, es un policía que habita en la ciudad sueca de Ystad, una población tranquila de poca luz e inviernos largos. Como oficial, Wallander se encarga de resolver crímenes y evitar delitos.
Pero quedarse allí sería dibujar un personaje plano, un títere de tinta. Wallander es además un cuarentón divorciado que sueña con comprarse un perro, que olvida ir a la lavandería, que sufre para pagar las composturas de su auto porque su sueldo es bajo. Además le preocupa el futuro y se siente impotente ante el avance del neoliberalismo. Es decir, piensa en las mismas cosas en las que pensamos los lectores.
En La quinta mujer, por ejemplo, el inspector Wallander investiga tres asesinatos aparentemente conectados. Las víctimas llevaban una vida apacible, tranquila: un poeta y observador de pájaros, un coleccionista de orquídeas y un científico dedicado a estudiar las propiedades de la leche. Los tres son brutalmente asesinados sin motivo evidente. La investigación del policía de Ystad es el hilo conductor que nos lleva a recordar realidades corrosivas como la guerra de El Congo en 1953 o la presencia de grupos fundamentalistas en Argelia. Pero también nos remite a realidades cercanas: la muerte de un familiar, los conflictos laborales, la soledad.
Armada con la prosa directa que caracteriza al género, La quinta mujer es una novela equilibrada: las narraciones fluidas se alternan con descripciones profundas y diálogos ingeniosos. Por ejemplo este que sostiene Wallander con su hija de veinte años:

Ella se sirvió té de un termo y preguntó de repente por qué era tan difícil vivir en Suecia.
―A veces he pensado que es debido a que hemos dejado de zurcir los calcetines ―dijo Wallander.
Ella le miró inquisitivamente.
―Lo digo en serio ―siguió él―. Cuando yo era pequeño, Suecia era todavía un país en el que uno zurcía sus calcetines. Yo aprendí incluso en la escuela cómo se hacía. Luego, de pronto, se terminó. Los calcetines rotos se tiraban. Nadie remendaba ya sus viejos calcetines. Toda la sociedad se transformó. Gastar y tirar fue la única regla que abarcaba de verdad a todo el mundo.

Como en todas las novelas policíacas, en las historias de Mankell hay siempre un enigma que se resuelve al final. Pero no es sólo armar este rompecabezas lo que nos conduce hasta la última página. De algún modo los lectores nos solidarizamos con el destino del inspector Kurt Wallander, del modo como enfrenta los problemas en su vida privada: si hay esperanza para él, la habrá para nosotros. Si el mundo fuera un calcetín, habría que remendarlo.
Es quizá por estas dosis de idealismo que a pesar de la crudeza de los temas, terminar de leer las aventuras de Kurt Wallander provoca nostalgia. Nostalgia por personas que no existen y lugares remotos. Será que al fin Ystad y mi ciudad no son tan diferentes.

Travesuras a los setenta

En Conversación en la Catedral, Mario Vargas Llosa cita a manera de epígrafe una frase de Balzac que podríamos traducir así: «las novelas relatan la historia privada de las naciones». Se trata, al parecer, de una declaración de principios. Aún cuando el maestro peruano-español insiste en calificarse como un autor de intereses diversos, parece que ha dedicado su obra a demostrar la pertinencia de esta frase. Travesuras de la niña mala, su novela más reciente, lo confirma.
Jorge Mario Vargas Llosa nació en Arequipa, Perú en 1936. Fue educado por sus abuelos maternos y estudió en un colegio religioso. Después hizo dos años en el Colegio Militar Leoncio Prado y cursó la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de San Marcos, en Lima. Obtuvo un doctorado en Madrid. En su obra destacan: La Casa Verde (1966), Conversación en la Catedral (1969), La tía Julia y el escribidor (1977), Los cachorros (1982), las memorias El pez en el agua (1993) y La fiesta del Chivo (2000).
En sus primeras ficciones, publicadas en 1959, el joven Vargas Llosa retrataba la vida de Lima –la ciudad donde creció- a partir de las vidas de sus habitantes. Mario tenía 23 años y era un joven inquieto. A medida que su experiencia fue ensanchándose, el universo retratado por su pluma también lo hizo. Hoy, con setenta años cumplidos, es un gigante literario, un observador preciso de la conducta humana y un viajero inagotable.
Que nadie piense ahora que Vargas Llosa ha escrito una novela difícil, plagada de citas que no vienen al caso. No es así como demuestra su potencia. Con los años, el autor de La Casa Verde ha ido simplificando su prosa, sus estructuras. Como siempre, parece enamorado de las ganas de contar una historia que le impida al lector cerrar el libro. Pero ahora ha refinado su arte con un barniz distinto: hacer que una novela parezca fácil de escribir.
En 375 páginas, con ritmo in crescendo, Vargas Llosa narra la vida de Ricardo Somocurcio, un peruano que en la adolescencia se enamora de Lily, una chilenita que se muda a su barrio. Ricardo y Lily van a tomar helados, a la playa, hacen pareja de baile en todas las fiestas. Él se le declara y ella lo rechaza una, dos, tres veces. Por circunstancias de la vida, Ricardo no puede declararse por cuarta ocasión: Lily desaparece del barrio misteriosamente.
Años después Ricardo y la muchacha se reencuentran en París, donde él reside. Ella está de paso, pero ya no se hace llamar Lily, sino Arlette. La camarada Arlette. Son los años sesenta: la Revolución en Cuba cimbra a muchos jóvenes y Ricardo y Arlette no son la excepción. Ricardo intenta recuperar el tiempo perdido y le pide a Arlette que se case con él. Ella parece contenta con los planes de boda, pero desaparece tan misteriosamente como la primera vez.
A lo largo de las páginas del libro, Ricardo y esa chilenita se reencuentran, se pierden la pista, tratan de dominarse el uno al otro, se quieren y se odian. Esta relación sirve de plataforma a Vargas Llosa para retratar la segunda mitad del siglo XX: La revolución cubana, la aparición de los hippies, la era psicodélica, la popularización de las drogas, la aparición del sida, la desaparición de la URSS, la creciente intolerancia contra los inmigrantes por los países europeos.
Hace falta un profundo conocimiento de la psicología femenina para trazar personajes como la niña mala. Y por supuesto también es necesario haber vivido en carne propia la historia de Europa, de Asia y de América Latina. Dicho de otra forma: esta novela escrita con datos de wikipedia sería un desastre.
Ricardo se gana la vida como traductor, profesión en la que se acumulan muchas millas como viajero frecuente. Así, Vargas Llosa construye un contexto en donde los personajes pueden entrar y salir con naturalidad de los capítulos. De repente, como sucede en la vida, un extraño nos aborda en la calle, en una fila o a la salida del cine, y resulta ser un amigo de la infancia. Eliminadas las barreras del idioma conviven en esta historia peruanos, franceses, japoneses, belgas, rusos, españoles, ingleses y cubanos.
Pudiera parecer que Travesuras de la niña mala cuenta una historia predecible, repetitiva. No es así. Tampoco se trata de una colección de postales, ni de un libro de viajes. Hacia la mitad de la novela, justo cuando el lector cree dominada la dinámica del libro, se desatan las páginas más entrañables, más humanas. Y de allí al final uno no puede sino seguir leyendo.
Este puede ser un excelente punto de entrada para quines jamás han leído a este peruano universal. Es también una entrega valiosa para quienes desde hace tiempo nos confesamos sus lectores: con esta novela, Mario Vargas Llosa nos confirma que, con 70 años cumplidos, sigue haciendo las mejores travesuras.

Libros y corrupción de agentes en Torreón




Dicen los que saben que el relato policíaco se caracteriza por sus fuertes dosis de misterio y por exhibir la corrupción cada vez más frecuente en nuestra sociedad. En esos renglones hay entre los agentes de vialidad de Torreón casos muy refinados, de una sublime prepotencia. El jueves por la noche presenté El Síndrome de Esquilo, volumen de cuentos coeditado por Editorial Ficticia. (Aprovecho para agradecer no sólo a estas instituciones que hicieron posible la publicación, también a quienes asistieron y se llevaron el síndrome a sus casas). Como suele suceder en estos casos, el Ayuntamiento ofreció un pequeño convivio para celebrar la aparición del libro. Nada ostentoso: bocadillos, ensalada, vino tinto. Regresaba luego a mi casa, que es la de ustedes, cuando tuve la mala suerte de topar con la patrulla de vialidad 35515, placa 07-163. Al volante, un oficial que dijo llamarse Miguel Santacruz (en realidad se llama Martín Marentes, agente 25114). Atendiendo a su vocación, los tripulantes me espetaron el clásico oríllese a la orilla. ¿De dónde viene?, preguntó uno. Le expliqué mientras me miraba con gesto socarrón. Yo ni sabía por qué me habían detenido.
Aunque viniera de misa, joven, dijo Marentes, el problema es que trae usted aliento a alcohol. Después agregó, en voz baja y mirando al vacío: Pero usted dígame cómo le hacemos... (y otra vez gesto socarrón, luego una leve sonrisita). Para no hacer el cuento largo, diré que, como no le hicimos de ninguna forma, los agentes amenazaron con llevarme a los separos que están en Colón y Revolución, a darle un beso al alcoholímetro.
Como no hubo negocio, hasta allá fuimos. Prepotencias e ironías de por medio (ni modo, joven, lo vamos a tener que dejar aquí encerrado toda la noche), el aparato marcó que mi nivel de alcohol era de .05, es decir muy por debajo del límite permitido (para la falta administrativa debe rebasarse un nivel de .4, o sea siete veces más). La prueba se hizo dos veces, el mismo resultado. La aplicó el doctor Evaristo Romero, tipo respetuoso, carta cabal diría el Piporro.
Tomado, pues, no estaba. Diluida la hipótesis del peligroso-alcohólico-al-volante, el agente Marentes Muñoz procedió —verbo tan policíaco— a levantarme una multa por falta de precaución (falta 15). Al preguntarle en qué consistía mi error, se contradijo tantas veces que le entendí lo mismo que a Bush justificando la guerra en Irak. Lo triste es que en el tiempo que duró mi aventura pude darme cuenta de que al menos otros tres ciudadanos enfrentaban el mismo problema que yo.
Dije antes que muchas novelas policíacas se basan en una cadena de enigmas y corruptelas. El performance del agente Marentes contiene dosis suficientes de ambos: Pedir dinero, así sea con eufemismos, es un delito, señor oficial. También hay misterios en el caso: ¿por qué no dar su nombre? ¿Por qué amedrentar con los separos, por qué aplicarles el alcoholímetro y, superada la prueba, multarlos por una razón distinta? ¿No amerita la imprudencia una infracción directa, por qué amenazar con encierro? Termino con una sugerencia para Marentes y otros agentes de vialidad con afán recaudatorio: hagan redadas afuera de la Casa del Cerro, del Teatro Isauro, del Museo Arocena y otros espacios que programan presentaciones de libros, pues al final siempre hay vino de honor. Pero lleven camiones, pues a estas actividades, por fortuna, va cada vez más gente.