Geney Beltrán publica, en el más reciente número de Nexos, una excelente reflexión sobre los rumbos que ha tomado en nuestros días la labor del narrador. O que han tomado algunos escritores, que no narradores. O que algunos quieren que tome la narrativa. O sobre lo que otros desean que no suceda.
Necesario leerla.Transcribo los primeros párrafos:
Últimamente he leído y escuchado numerosas exigencias de lo experimental en la ficción. El dogma: una novela o un libro de relatos deben experimentar rompiendo el marco de las convenciones narrativas, pues el riesgo técnico es sinónimo de innovación literaria. Lo demás se vería como epigonismo clasicista. La raíz del coraje se entiende: por su leal fijación en los números negros de los estados de venta, las grandes editoriales publican demasiadas “novelas de entretenimiento” —predecibles y sin exigencia— y las promueven como fulgurantes logros artísticos. Sergio Pitol despotrica en El mago de Viena: “Los creadores de literatura light exigen el trato que sería normal dar a Stendhal, a Proust, a la Woolf. ¡Qué tal!”.
En su ensayo Un montón de lápices chatos, Rafael Lemus adjudica el estancamiento de la narrativa contemporánea a su incapacidad para desembarazarse del humanismo. ¿Cómo es esto? La pintura y la música han llevado la vanguardia de la primera mitad del siglo XX hasta sus últimas consecuencias: hoy, en gran parte, no representan, no significan, no narran. Sólo son colores, sonidos. La literatura, por su lado —plantea el autor—, ha perdido el impulso aventurero de 1922 y se empeña en representar, en significar, en narrar. En (gloso, torpemente) ser fiel a la naturaleza dialoguista del lenguaje. En ser otra cosa más que sólo lenguaje abstraído en el embeleso de su propia contemplación.
Hay sin embargo un detalle que me salta....
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