viernes, 28 de marzo de 2008

Travesuras a los setenta

En Conversación en la Catedral, Mario Vargas Llosa cita a manera de epígrafe una frase de Balzac que podríamos traducir así: «las novelas relatan la historia privada de las naciones». Se trata, al parecer, de una declaración de principios. Aún cuando el maestro peruano-español insiste en calificarse como un autor de intereses diversos, parece que ha dedicado su obra a demostrar la pertinencia de esta frase. Travesuras de la niña mala, su novela más reciente, lo confirma.
Jorge Mario Vargas Llosa nació en Arequipa, Perú en 1936. Fue educado por sus abuelos maternos y estudió en un colegio religioso. Después hizo dos años en el Colegio Militar Leoncio Prado y cursó la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de San Marcos, en Lima. Obtuvo un doctorado en Madrid. En su obra destacan: La Casa Verde (1966), Conversación en la Catedral (1969), La tía Julia y el escribidor (1977), Los cachorros (1982), las memorias El pez en el agua (1993) y La fiesta del Chivo (2000).
En sus primeras ficciones, publicadas en 1959, el joven Vargas Llosa retrataba la vida de Lima –la ciudad donde creció- a partir de las vidas de sus habitantes. Mario tenía 23 años y era un joven inquieto. A medida que su experiencia fue ensanchándose, el universo retratado por su pluma también lo hizo. Hoy, con setenta años cumplidos, es un gigante literario, un observador preciso de la conducta humana y un viajero inagotable.
Que nadie piense ahora que Vargas Llosa ha escrito una novela difícil, plagada de citas que no vienen al caso. No es así como demuestra su potencia. Con los años, el autor de La Casa Verde ha ido simplificando su prosa, sus estructuras. Como siempre, parece enamorado de las ganas de contar una historia que le impida al lector cerrar el libro. Pero ahora ha refinado su arte con un barniz distinto: hacer que una novela parezca fácil de escribir.
En 375 páginas, con ritmo in crescendo, Vargas Llosa narra la vida de Ricardo Somocurcio, un peruano que en la adolescencia se enamora de Lily, una chilenita que se muda a su barrio. Ricardo y Lily van a tomar helados, a la playa, hacen pareja de baile en todas las fiestas. Él se le declara y ella lo rechaza una, dos, tres veces. Por circunstancias de la vida, Ricardo no puede declararse por cuarta ocasión: Lily desaparece del barrio misteriosamente.
Años después Ricardo y la muchacha se reencuentran en París, donde él reside. Ella está de paso, pero ya no se hace llamar Lily, sino Arlette. La camarada Arlette. Son los años sesenta: la Revolución en Cuba cimbra a muchos jóvenes y Ricardo y Arlette no son la excepción. Ricardo intenta recuperar el tiempo perdido y le pide a Arlette que se case con él. Ella parece contenta con los planes de boda, pero desaparece tan misteriosamente como la primera vez.
A lo largo de las páginas del libro, Ricardo y esa chilenita se reencuentran, se pierden la pista, tratan de dominarse el uno al otro, se quieren y se odian. Esta relación sirve de plataforma a Vargas Llosa para retratar la segunda mitad del siglo XX: La revolución cubana, la aparición de los hippies, la era psicodélica, la popularización de las drogas, la aparición del sida, la desaparición de la URSS, la creciente intolerancia contra los inmigrantes por los países europeos.
Hace falta un profundo conocimiento de la psicología femenina para trazar personajes como la niña mala. Y por supuesto también es necesario haber vivido en carne propia la historia de Europa, de Asia y de América Latina. Dicho de otra forma: esta novela escrita con datos de wikipedia sería un desastre.
Ricardo se gana la vida como traductor, profesión en la que se acumulan muchas millas como viajero frecuente. Así, Vargas Llosa construye un contexto en donde los personajes pueden entrar y salir con naturalidad de los capítulos. De repente, como sucede en la vida, un extraño nos aborda en la calle, en una fila o a la salida del cine, y resulta ser un amigo de la infancia. Eliminadas las barreras del idioma conviven en esta historia peruanos, franceses, japoneses, belgas, rusos, españoles, ingleses y cubanos.
Pudiera parecer que Travesuras de la niña mala cuenta una historia predecible, repetitiva. No es así. Tampoco se trata de una colección de postales, ni de un libro de viajes. Hacia la mitad de la novela, justo cuando el lector cree dominada la dinámica del libro, se desatan las páginas más entrañables, más humanas. Y de allí al final uno no puede sino seguir leyendo.
Este puede ser un excelente punto de entrada para quines jamás han leído a este peruano universal. Es también una entrega valiosa para quienes desde hace tiempo nos confesamos sus lectores: con esta novela, Mario Vargas Llosa nos confirma que, con 70 años cumplidos, sigue haciendo las mejores travesuras.

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