“La mejor manera de saber si se tienen amigos es arruinarse. Los que resisten más tiempo son tus amigos”, escribió Raymond Chandler recordando la desesperación en que lo sumió verse sin empleo en medio de la crisis. Corrían los años de la gran depresión, en que como ahora, el fantasma de la crisis se paseaba por el mundo. No había tiempo para ser pretencioso. En Estados Unidos surgieron los Penny Restaurants, donde era posible hacer una comida por nueve centavos de dólar: una hamburguesa de aserrín con sabor a carne costaba cuatro centavos, un pan duro costaba un centavo, el café, hecho con agua del grifo y raíz de achicoria costaba dos centavos, lo mismo que el postre. Había que comer de pie, por supuesto.
Paradójicamente ese cruce de emergencias, la personal y la colectiva, fueron el factor que propició el nacimiento de Raymond Chandler como escritor de novelas policiales. Para él, ser escritor no resultó rentable en un principio. De 1932 a 1938, ganó sólo 1,275 dólares: la décima parte de lo que ganaba en un año como ejecutivo petrolero. Fueron años duros. Solía contar que había pasado hasta cinco días sin comer otra cosa que un plato de sopa. “Esto no acabó conmigo –escribiría más tarde– pero tampoco aumentó mi amor por la humanidad”.
Este estoicismo cínico (¿o cinismo estoico?) es uno de los rasgos que el autor heredó a Philp Marlowe, el personaje-narrador de sus novelas. En la primera de sus novelas, El sueño eterno, Marlowe se presenta como un detective descarado que, al inicio del libro, va a visitar “a cuatro millones de dólares”. Pero pronto los lectores nos damos cuenta de que el plan de Chandler es ir de lo superficial a lo profundo, de la desfachatez al realismo. Conforme avanza la historia, el detective duro que es Marlowe se va perfilando como un sujeto con muchos más principios de los que convienen a alguien de su oficio. Transcribo un perfil que el detective hace de sí: “Soy un tipo muy despierto. Carezco de sentimientos y escrúpulos. Todo lo que tengo es el prurito del dinero. Soy tan interesado que, por veinticinco dólares diarios y gastos, principalmente gasolina y whisky, pienso por mi cuenta todo lo que hay que pensar; arriesgo todo mi futuro, me atraigo el odio de la policía (…) hurto el cuerpo a las balas y aguanto impertinencias, y digo: ‘Muchísimas gracias. Si tiene usted más dificultades confío en que se acordará de mí; le dejaré una de mis tarjetas por si surge algo’” (El sueño eterno, p. 236).
El sueño eterno contiene demasiados revólveres, demasiados vasos de whisky, demasiadas mujeres hermosas con cigarrillos. Y sin embargo Chandler logró escribir en sólo tres meses una novela entrañable, visceral y racional, que exhibe en alguna medida muchos de los elementos de la literatura chandleriana: un hábil manejo de los implícitos, una capacidad de descripción excepcional y una poderosa economía del lenguaje. Marlowe actúa y después aclara las razones de su actuar, lo que le imprime tensión a los relatos.
Chandler heredó al mundo siete novelas que no han perdido un átomo de su vigencia, pues describen una sociedad tan sórdida como la que habitamos hoy. Destacan El sueño eterno, Adiós muñeca, La hermana menor, La dama del lago y El largo adiós. Forjó además 22 relatos. En sus libros, como en nuestra realidad, las acciones criminales se reconstruyen en los diarios según el gusto del mejor postor, y los policías son mercenarios con precios y tarifas establecidas.
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