martes, 1 de diciembre de 2009

Una historia prohibida


El premio Cervantes otorgado a José Emilio Pacheco se vuelve un buen pretexto para compartir con ustedes este artículo, publicado hace un par de años en la revista Tierra Adentro (No. 147). Lo armé a partir de mi primer ejemplar de Las batallas en el desierto, que mi padre me compró cuando yo tenía cinco años: es una versión de monos al estilo de El libro vaquero.
Alguna vez, frente al maestro José Emilio, conté cómo niño mi abuela me regañaba por leer "esas vulgaridades", pues creía que estaba leyendo una de las historias baratas que se venden por millones a lo largo del país. Si me veía con la historieta en las manos, me la confiscaba. Crecí pensando que José Emilio Pacheco era un autor prohibido, que había que leer a escondidas. Tal fiscalización tuvo excelentes resultados, pues desde entonces soy su lector constante.
Va pues el texto:




Crónicas de un país extraño



Me acuerdo, no me acuerdo. ¿Qué año era aquél? Ya había videojuegos pero no Internet, los Enanitos Verdes cantaban La muralla, los electrodomésticos y las golosinas gringas circulaban sólo en el mercado negro. Eran los tiempos de la guerra fría. En los puestos de periódicos, por quince pesos, se conseguían versiones ilustradas de novelas mexicanas: Balún Canán, La muerte de Artemio Cruz, El agua envenenada. Ejemplares de bolsillo, papel revolución. Mi padre las compraba, y yo las leía como leía las tiras de Mafalda, como los cuentos ilustrados de Edgar Allan Poe (en la rústica versión de editorial Novaro). Leer y ver eran casi lo mismo: vi a los chamulas alzarse en Comitán, vi agonizar a Artemio Cruz, vi todo el horror contenido en El barril de amontillado.

Y vi a Mariana. Porque mi favorito en esa colección de Novelas Mexicanas Ilustradas siempre fue el número cincuenta y tres: Las batallas en el desierto. Quizá porque el protagonista era un niño como yo, o debido al irresistible perfil Mariana, coqueta, tentadora en blanco y negro, o porque mi naciente morbo podía practicar allí su mordida en un mundo de adultos. No lo sé. El caso es que desde aquel verano en que mi padre la llevó a la casa leí y releí Las batallas en el desierto hasta aprenderme muchas frases de memoria, frases que dejé de evocar por culpa de otras que me imponía la escuela. Y de esas frases escolares hoy no quiero o no puedo acordarme.

De Las batallas en el desierto sí me acuerdo, claro que me acuerdo. Mariana, Carlos, Jim, Rosales. Un mundo muy parecido al mío, en la medida en que pueden parecerse la capitalina colonia Roma de los años cuarenta y el desértico Torreón de inicios de los ochenta. Me acuerdo de mi abuela regañándome por leer “esas vulgaridades”, tentándome con los tomos verdes, empolvados, de El tesoro de la juventud, diciendo: “tenga para que se entretenga” (juro que así decía). Y me acuerdo de cómo, a la hora de jugar, me subía a una higuera a leer a Mariana. A verla, por supuesto.

¿Qué provocó que niños como Carlos, como yo, convirtiéramos a Mariana en nuestra primera fuente de deseo? ¿Qué causó que volviera a Las batallas una y otra vez? No coincido con los críticos que han visto en la nostalgia el motor que impulsa las historias de José Emilio Pacheco. La nostalgia, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es la “pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”, o una “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”.

No hay felicidades disipadas en la obra de Pacheco: sus historias son viajes al pasado, pero al horror del pasado. Al narrar, los personajes no añoran tiempos diluidos, antes bien tratan de exorcizar los fantasmas que aún quedan de entonces. “Si, en opinión de mi mamá, esta que vivo es la etapa más feliz de la vida, cómo estarán las otras, carajo”, concluye Jorge, el desencantado protagonista de El principio del placer (p. 55). Aún más claro es Carlos, el personaje que cuenta Las batallas en el desierto: “Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia.” (p. 68).




¿Si no hay nostalgia, qué hay en la obra de Pacheco? La violenta belleza del despertar al mundo adulto. Los personajes-niño (Carlos en Las batallas en el desierto, Jorge en El principio del placer, muchos protagonistas de El viento distante) son tildados de menores precoces y curiosos, pero ¿qué niño no lo es? Yo, al menos, lo fui. Y por la obra de Pacheco hice conciencia de realidades como la corrupción, el despertar sexual, la literatura, el desafío ante la figura paterna. Éstos y otros temas son constantes en la narrativa de Pacheco. La guerra y el holocausto, columna vertebral de Morirás lejos, aparecen como un fantasma en las conversaciones, en el salón de clases, en los recuerdos mal asimilados de los personajes. Y al mismo tiempo, un México que se fuga constantemente es el caldo de cultivo en el que se desarrolla Morirás lejos. Pero no quiero olvidarme de Mariana.


1. El principio del placer. Por mi ejemplar ilustrado de Las batallas en el desierto supe lo que era “tener derrames”. Aprendí lo que eran los actos impuros y los tocamientos. Por la novela de José Emilio Pacheco empecé a explorar, con la vista y la imaginación, las delicias de la geografía femenina: rodillas, muslos, cintura, pechos, el misterioso sexo escondido.

Como en la vida, en la narrativa de Pacheco el deseo despierta desde un sitio ajeno a la razón. El sexo es un enigma que se resuelve en el cuerpo y con el cuerpo, un misterio que duele hasta el gozo. Carlos describe a Mariana: “Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el misterioso sexo escondido”. (p. 37). Después vienen más indicios: “En voz baja y un poco acezante, el padre Ferrán me preguntó detalles: ¿Estaba desnuda? ¿Había un hombre en la casa? ¿Crees que antes de abrirte la puerta cometió un acto sucio? Y luego: ¿Has tenido malos tactos? ¿Has provocado derrame? No sé qué es eso. Me dio una explicación muy amplia. Luego se arrepintió, cayó en la cuenta de que hablaba con un niño incapaz de producir todavía la materia prima para el derrame”. (p. 43).

En El principio del placer el despertar es también un dolor feliz, una experiencia porosa y llena de huecos, la angustiosa promesa de un éxtasis vislumbrado: “Y sin saber cómo ya era de noche, ya estábamos rodando en la arena sin dejar de besarnos, le metía la mano por debajo de la blusa, le acariciaba las piernas y estuve a punto de quitarle la falda”. (p. 30). Yo soñaba hacer lo mismo con Mariana.


2. Repetir su nombre. Ahora me doy cuenta de que además de desearla, Carlos y yo amábamos a Mariana porque podíamos llamarla por su nombre. No teníamos que hablarle de usted o pronunciar solemnemente su apellido, como debíamos hacerlo con nuestros padres o con el maestro Mondragón. Nombrar a Mariana era ya poseerla, paladearla y sentir su esencia palpitando en la lengua. Mariana. Tal vez por eso, en la novela, Carlos no escuchaba razones. Por eso “únicamente repetía su nombre como si el pronunciarlo fuera a acercarla” (p.34).

La relación que el niño teje con la madre de su amigo es aplicable a todo. Cuando Carlos lee el mundo, lo evoca y se apodera de él: “En el recreo le mostraba a Jim uno de mis Pequeños Grandes Libros, novelas ilustradas…”. (p. 23). En la novela los personajes se perfilan a través de sus lecturas: “Mi padre devoraba Cómo ganar amigos e influir en los negocios, El dominio de sí mismo, El poder del pensamiento positivo, La vida comienza a los cuarenta. Mi madre (…) a veces descansaba leyendo algo de Hugo Wast o M. Delly”. (p.51).

En toda la narrativa de Pacheco predominan los personajes-narrador que son lectores ávidos. Algunos de ellos practican la escritura. Así, en “El castillo en la aguja”, de El viento distante, Pablo lee El Corsario Negro y Viaje al centro de la tierra. En El principio del placer el protagonista anota en su bitácora: “Ana Luisa habla bien: ¿por qué escribirá en esa forma? Debe de ser porque no lee”. Jorge no es tan afortunado como Carlos, porque su padre es militar y siente un rechazo congénito hacia la letra impresa. “[Mi padre] supone que gran parte de la culpa la tiene mi afición excesiva por los libros. En vez de leer tanto y encontrar el mal ejemplo en las novelas de amor y de aventuras, debería hacer más deporte y sobresalir en los estudios” (p. 40).

Muchos de los personajes de Pacheco dan un peso fundamental a la expresión escrita, desde el narrador omnisciente de “La fiesta brava” (un cuento que reflexiona sobre el oficio de escritor), hasta “Tenga para que se entretenga” (un relato fantástico). Más aún, este protagonismo de la tinta no es sólo un elemento que adorna el discurso, es una cualidad. No es por capricho que el tratamiento de la lengua describe una curva en Morirás lejos: la novela comienza con sintaxis clara, transparente, con una prolijidad que es un intento por retardar la denuncia del horror. En el clímax, sin embargo, la puntuación desaparece y las frases se vuelven telegráficas, rabiosas, violentas, henchidas de un espanto inexplicable que jamás podría ser transmitido en frases tranquilas, ortodoxas.


3. Nunca ganan los buenos. Para todos nosotros, la muerte de Mariana fue lo más horrible que nos ha pasado en la vida. Carlos confiesa que antes de conocerla “no entendía nada: la guerra, cualquier guerra, me resultaba algo con lo que se hacen películas. En ella tarde o temprano ganan los buenos. ¿Pero quiénes son los buenos?” (p.16) A pesar de que jamás nos quedó claro qué había sucedido, Carlos y yo sabíamos —queríamos saber— que Mariana había muerto por una causa justa. Ella y el padre de Jim “discutieron por algo que ella dijo de los robos en el gobierno, de cómo se derrochaba el dinero arrebatado a los pobres” (p. 62).

Carlos, Jim y yo somos hijos de generaciones obsesionadas con la búsqueda del american way of life. ¿Por qué Jim se llama Jim si es hijo de un político que dedica su vida al servicio de México? Ni siquiera Mariana escapaba a esta contradicción que nos marca en lo más profundo: los flying saucers que prepara son “todo lo contrario del pozole, la birria, las tostadas de pata, el chicharrón en salsa verde que hacía mi madre” (p.29). Cuando el padre de Carlos cedió a la presión financiera y vendió su fábrica de jabones a los norteamericanos, volvió a casa la bonanza económica. Los hermanos se fueron a estudiar a Chicago y a Nueva York, su padre siguió practicando inglés, la madre cambió las tostadas de pata por el rosbif.

“Si en México la mayoría de la gente es tan pobre ¿de dónde sacarán, cómo le harán algunos para robar en tales cantidades?” (p. 47) se pregunta Jorge en El principio del placer. La vida le contesta: todo, desde la lucha libre hasta las cartas de Ana Luisa, son “una farsa y un teatrito” (pp. 53-54). El principio del placer comienza y termina con relatos que se desarrollan en el puerto de Veracruz. Un niño que se enamora, un hombre maduro también lo hace. A la manera de Las batallas en el desierto, es un libro donde no cabe la nostalgia, sino la decepción y el desconcierto. En las siete historias que contiene el volumen coexisten realidades innegables —la matanza de 1968, la violencia feroz de los setentas, la amenaza de ingobernabilidad— con lo fantástico.

Lo mismo sucede con los catorce relatos de El viento distante. Aún cuando cuentos como “La otra muerte” coquetean con elementos fantásticos, éstos tienen una resolución perfectamente explicable: lo más natural es el asombro.

Protagonizada por dos personajes de quienes sabemos un poco menos que lo indispensable, Morirás lejos es la novela más extensa de Pacheco. El primero de los personajes, llamado alguien, es un hombre que lee el aviso oportuno sentado en la banca de un parque. Como el narrador lo enuncia, la presencia de alguien en ese lugar no es una adivinanza sino un enigma. ¿Qué hace en realidad ese sujeto que hojea el periódico en un espacio público, inmerso en un fuerte olor a vinagre? ¿Es un obrero sin trabajo, un delincuente sexual, un padre que ha perdido a su hijo, un amante en espera de su compañera, un detective? No sabemos.

Lo que sabemos es que alguien es observado —¿vigilado?— por eme, un hombre que atisba tras la persiana que cubre una de las ventanas de un edificio cercano. Y entre más especulamos acerca de la identidad de alguien, más claro resulta que se trata sólo de un recurso del narrador para no tener que presentarse. Lo único real, tangible, inegable, vergonzosamente cierto en Morirás lejos es la muerte, ya sea en la destrucción de Jerusalén por las legiones romanas o en los campos de concentración instaurados por el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial: hay millones de fantasmas a quiénes preguntar por ese horror.

Si bien las palabras son un útiles para apropiarse del mundo, no tienen la misma eficacia para lavarlo. Las palabras no consiguen describir, narrar o consignar la atrocidad del exterminio. Y sin embargo, hay que hacer el esfuerzo. Pacheco y su difuso narrador dicen que así sea la billonésima vez que se narren estas aberraciones, seguirá siendo necesario recordarlas para que no se repitan. Y convergen muchas situaciones que expone la narrativa de Pacheco: de la muerte de Mariana a la traición de Ana Luisa, de la mujer-tortuga que protagoniza “El viento distante” a la voz infectada por la envidia que escuchamos en “La zarpa”, contar las desgracias es la mejor forma de evitar que se repitan. Porque de esos horrores quién puede tener nostalgia.

1 comentario:

Eduardo Huchin dijo...

Felicidades por su premio, señor.