viernes, 25 de abril de 2008

Cuando el tecolote canta...

La señora Highsmith



Lejos de los estereotipos que caracterizan a la gran mayoría del cine y la literatura de nuestro tiempo, hay autores que revelan la violencia como producto de los miedos, incertidumbres y debilidades de ciudadanos comunes y corrientes. Exploradores de la entraña humana como el sueco Henning Mankell, el español Manuel Vázquez Montalbán, el italiano Andrea Camilleri, el mexicano Vicente Leñero, la norteamericana Patricia Highsmith, por mencionar algunos.
Si hablamos de moralidad, no hay en la obra de la última personajes “químicamente puros”. Considerada una de las escritoras más originales de la narrativa actual, Patricia Highsmith nació en 1921 y murió en 1995. Publicó decenas de novelas, muchas de ellas llevadas al cine. Entre los títulos más representativos están “El amigo americano”, “Tras los pasos de Ripley” y “Pájaros a punto de volar”. Pongamos como ejemplo “El grito de la lechuza”, novela publicada por primera vez en 1962 y recién reeditada por el grupo editorial Quinteto. El protagonista es Robert, un ingeniero que fisgonea en casa de una joven llamada Jenny, pues cree ver en ella a una chica alegre y sin laberintos en la conciencia. Basta conocerla para darse cuenta de que no es así: Jenny es una mujer que tiende a la depresión, es conflictiva, pero al mismo tiempo es víctima de circunstancias extremas, como la muerte prematura de su hermano.
Por su parte Greg, el novio de Jenny, actúa movido por la inseguridad y el machismo propios de la juventud. Cree nada más en el aspecto superficial de las acciones, y sin saberlo propicia una cadena de desgracias al fingir su muerte. Ningún lector, sin embargo, podría juzgar a Greg como el monstruo de la novela. No existen aquí ni los asesinos seriales ni los psicópatas de los guiones hollywoodenses. Las acciones de Greg son producto del miedo, de la ingenuidad y la inseguridad.
Aunque la traducción publicada dentro de la colección Quinteto no es muy buena y hay a lo largo del libro muchas frases de apoyo y pasajes explicativos, Highsmith demuestra por qué nunca accedió a que sus novelas llevaran la etiqueta de literatura policial. Los primeros capítulos de El grito de la lechuza bien pueden leerse como una historia de amor terrenal, perfectible, muy humano. Es sólo a partir de una riña entre Robert y Greg que comienzan a jugar los factores del policiaco y el thriller. Y en qué forma.
Highsmith sabe jugar con la herramienta del “dato escondido”, y así lo hace en varios momentos de la novela. Al narrar en tercera persona, pero procurando estar cerca de sus personajes, nos hace dudar de elementos que ya creíamos bien afianzados en el caso. Así, de pasada, hace una crítica del periodismo de nota roja que voluntaria o involuntariamente enjuicia a los involucrados en un crimen. En varias partes de la novela queda claro que el monstruo que crea la escritora texana no es un loco enmascarado con sierra eléctrica o una mujer atormentada por los celos: es la colectividad, con sus juicios implacables. Entre todos formamos una bestia que puede destruir la vida de cualquiera. Basta echar un vistazo debajo de su alfombra.
No por casualidad la historia comienza con Robert fisgoneando en la ventana de Jenny. Una vez avanzado el libro, vemos a muchos personajes asomándose en las ventanas de otros, hurgando en la correspondencia de otros, entrometiéndose en vidas ajenas. Sin embargo, no es un intento de moraleja lo que la autora pretende: en El grito de la lechuza resuena la necesidad vital de los seres humanos de sentirnos acompañados, apoyados, comprendidos.

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