Reproduzco aquí un texto publicado en el más reciente número de Intermezzo, Revista Mexicana de Música Clásica.
Digamos que por un camino avanza Gabriel Atlan-Ferrara, legendario director de orquesta conocido como el anti-Karajan: en su historial hay cero grabaciones, cero películas, cero transmisiones radiales o televisivas. Si el director nacido en Salzburgo grabó más de novecientos discos, Atlan-Ferrara se niega a ser grabado porque eso equivaldría a “ser enlatado como una sardina”. Es un hombre difícil, que despotrica contra los críticos, contra el público, contra quienes asumen la música como performance. En la página 31, reproduciendo el flujo de pensamientos del director, el novelista escribe: “El límite era el público. El artista estaba a merced del auditorio. Ignorante, vulgar, distraído o perspicaz, conocedor intransigente o nada más tradicionalista, inteligente pero cerrado a la novedad, como el público que no soportó la Segunda Sinfonía de Beethoven, condenada por un crítico vienés del momento como un monstruo vulgar que azota furiosamente con su cola levantada hasta que el desesperadamente aguardado finale llega (…) Con razón no existe, en ninguna parte del mundo, un monumento en honor de un crítico”.
Por otro sendero camina Inés Rosenszweig, una joven que con el tiempo llegará a ser Inez Prada. Se trata de una pelirroja de origen mexicano sobre la que existen muchos rumores y muy pocas certezas. Se dice, por ejemplo, que para interpretar La Bohème contrajo la tuberculosis, que se encerró un mes en los subterráneos de la pirámide de Gizeh para cantar Aída, que se hizo puta para alcanzar el patetismo de La traviata. De un plumazo Fuentes la instala en el ambiguo territorio de la leyenda, al catalogarla como “una diva surgida del país de los mitómanos (…) un país pobre y devastado que exige como contraste la abundancia de personalidades riquísimas. México: las manos vacías de pan pero la cabeza llena de sueños”.
Instinto de Inez, novela publicada por Carlos Fuentes en el inicio del siglo XXI, se suma a una extensa obra que, ordenada bajo el título de La edad del tiempo, contiene libros como La muerte de Artemio Cruz, Terra Nostra y Los años con Laura Díaz, por citar sólo algunos. Cabe comentar que durante este 2008 celebramos el ochenta aniversario de este autor, así como cincuenta años de la primera edición de La región más transparente, novela que representa un parteaguas en la narrativa mexicana.
En Instinto de Inez los pasos de Gabriel y la señorita Rosenszweig se cruzan en una situación poco común: una tarde, al salir de un ensayo, el joven director siente “la más indigna de las urgencias”. Minutos más tarde la cantante lo sorprende orinando en un callejón. Así el autor humaniza al sujeto, pues la importancia que Gabriel Atlan-Ferrara se atribuye hubiese impedido el acercamiento de hombre y mujer en otras condiciones. Pero este primer contacto es apenas la chispa que inicia una cadena de encuentros y ausencias que se prolongarán a lo largo de una vida. O mejor dicho, de dos vidas.
En una línea distinta de Instinto de Inez, Carlos Fuentes retoma otra de sus obsesiones: la prehistoria. Esta línea de la novela nos recuerda a Aura, una de las novelas más emblemáticas del escritor mexicano nacido en 1928. El novelista imagina el momento en que una mujer (a-nel) y un hombre (ne-el) se topan por primera vez. De ese encuentro nace la necesidad de nombrar, de nombrarse, de organizar el mundo a partir de la palabra, del tiempo. Nacen así el antes y el después como referencias fundamentales para abrirse paso en la naturaleza. Y aunque Fuentes no lo dice, con el tiempo y la abstracción nace una nueva posibilidad: hacer música.
En la página 88 parece vislumbrarse una conexión directa entre las dos historias cuando Atlan-Ferrara recomienda a los miembros del coro: “Imaginen, si eso les sirve, que al cantar están repitiendo sonidos de la naturaleza”. Sin embargo, se trata de un deslinde, pues cuando el asunto se toca abiertamente, el director dice: “Mentira. La música no es una sustitución de sonidos naturales sublimados por sonidos artificiales (…) divorcien sus voces de todo sentimiento o pasión reconocible, conviertan esta ópera en una cantata a lo desconocido, a la palabra y al sonido sin antecedentes, sin más emoción que la de sí mismos”.
Así, en Instinto de Inez la música se revela como una creación profundamente humana. Es precisamente su humanidad lo que la hace valiosa. Fuentes parece enunciar, en boca de Gabriel Atlan-Ferrara, su definición del arte de los sonidos y los silencios: “La música está a medio camino entre la naturaleza y Dios. Con suerte, los comunica”.
Digamos que por un camino avanza Gabriel Atlan-Ferrara, legendario director de orquesta conocido como el anti-Karajan: en su historial hay cero grabaciones, cero películas, cero transmisiones radiales o televisivas. Si el director nacido en Salzburgo grabó más de novecientos discos, Atlan-Ferrara se niega a ser grabado porque eso equivaldría a “ser enlatado como una sardina”. Es un hombre difícil, que despotrica contra los críticos, contra el público, contra quienes asumen la música como performance. En la página 31, reproduciendo el flujo de pensamientos del director, el novelista escribe: “El límite era el público. El artista estaba a merced del auditorio. Ignorante, vulgar, distraído o perspicaz, conocedor intransigente o nada más tradicionalista, inteligente pero cerrado a la novedad, como el público que no soportó la Segunda Sinfonía de Beethoven, condenada por un crítico vienés del momento como un monstruo vulgar que azota furiosamente con su cola levantada hasta que el desesperadamente aguardado finale llega (…) Con razón no existe, en ninguna parte del mundo, un monumento en honor de un crítico”.
Por otro sendero camina Inés Rosenszweig, una joven que con el tiempo llegará a ser Inez Prada. Se trata de una pelirroja de origen mexicano sobre la que existen muchos rumores y muy pocas certezas. Se dice, por ejemplo, que para interpretar La Bohème contrajo la tuberculosis, que se encerró un mes en los subterráneos de la pirámide de Gizeh para cantar Aída, que se hizo puta para alcanzar el patetismo de La traviata. De un plumazo Fuentes la instala en el ambiguo territorio de la leyenda, al catalogarla como “una diva surgida del país de los mitómanos (…) un país pobre y devastado que exige como contraste la abundancia de personalidades riquísimas. México: las manos vacías de pan pero la cabeza llena de sueños”.
Instinto de Inez, novela publicada por Carlos Fuentes en el inicio del siglo XXI, se suma a una extensa obra que, ordenada bajo el título de La edad del tiempo, contiene libros como La muerte de Artemio Cruz, Terra Nostra y Los años con Laura Díaz, por citar sólo algunos. Cabe comentar que durante este 2008 celebramos el ochenta aniversario de este autor, así como cincuenta años de la primera edición de La región más transparente, novela que representa un parteaguas en la narrativa mexicana.
En Instinto de Inez los pasos de Gabriel y la señorita Rosenszweig se cruzan en una situación poco común: una tarde, al salir de un ensayo, el joven director siente “la más indigna de las urgencias”. Minutos más tarde la cantante lo sorprende orinando en un callejón. Así el autor humaniza al sujeto, pues la importancia que Gabriel Atlan-Ferrara se atribuye hubiese impedido el acercamiento de hombre y mujer en otras condiciones. Pero este primer contacto es apenas la chispa que inicia una cadena de encuentros y ausencias que se prolongarán a lo largo de una vida. O mejor dicho, de dos vidas.
En una línea distinta de Instinto de Inez, Carlos Fuentes retoma otra de sus obsesiones: la prehistoria. Esta línea de la novela nos recuerda a Aura, una de las novelas más emblemáticas del escritor mexicano nacido en 1928. El novelista imagina el momento en que una mujer (a-nel) y un hombre (ne-el) se topan por primera vez. De ese encuentro nace la necesidad de nombrar, de nombrarse, de organizar el mundo a partir de la palabra, del tiempo. Nacen así el antes y el después como referencias fundamentales para abrirse paso en la naturaleza. Y aunque Fuentes no lo dice, con el tiempo y la abstracción nace una nueva posibilidad: hacer música.
En la página 88 parece vislumbrarse una conexión directa entre las dos historias cuando Atlan-Ferrara recomienda a los miembros del coro: “Imaginen, si eso les sirve, que al cantar están repitiendo sonidos de la naturaleza”. Sin embargo, se trata de un deslinde, pues cuando el asunto se toca abiertamente, el director dice: “Mentira. La música no es una sustitución de sonidos naturales sublimados por sonidos artificiales (…) divorcien sus voces de todo sentimiento o pasión reconocible, conviertan esta ópera en una cantata a lo desconocido, a la palabra y al sonido sin antecedentes, sin más emoción que la de sí mismos”.
Así, en Instinto de Inez la música se revela como una creación profundamente humana. Es precisamente su humanidad lo que la hace valiosa. Fuentes parece enunciar, en boca de Gabriel Atlan-Ferrara, su definición del arte de los sonidos y los silencios: “La música está a medio camino entre la naturaleza y Dios. Con suerte, los comunica”.
1 comentario:
Vicente, en verdad escribes muy padre, ya que no importa sobre que lo hagas, las letras que produces hacen que uno siga y siga y siga leyendo. Me gusta bastante tu Blog y tambien todo sobre lo que comentas en el. ¿Sabes? Compre tu novela "Partitura para mujer muerta", la cual aun no he leido. Lo que ocurre es que tengo delante una a medio terminar, pero todos los dias desespero por comenzar a leer la tuya. Por cierto, no me pierdo tu columna de EL Sindrome de Esquilo en El Siglo de Torreón, me encantó la que escribiste el sábado 13 de septiembre sobre la celebración del grito de independencia. Saludos, luego te hago llegar mi comentario sobre "Partitura para mujer muerta".
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