Crecí escuchando lo difícil que podía ser la vida en
el distrito federal: temblores y asaltos. Ríos de personas como autómatas
ciegos en los túneles del metro. Manifestaciones. Laberintos de asfalto donde
los coches se quedaban varados por horas. Secuestros. Familias completas
viviendo en un cuarto de azotea. Un cielo venenoso y gris que en los peores
días dejaba sobre las banquetas un reguero de pájaros muertos.
Con todo, era la
capital del país. Me tocó visitarla por primera vez a los ocho años, cuando mi padre decidió
que ya podía acompañarlo a una reunión de trabajo. En ese tiempo no había de
otra: ir de Torreón a México implicaba pasar la noche en un autobús que se
detenía en cada población. Ya en el andén de salida, mi madre nos lanzó una
advertencia:
—Tengan cuidado: allá están
locos.
A las seis de la mañana mi padre me
despertó para que no me perdiera la entrada a la ciudad en la que él había
estudiado de joven. Frente a nosotros se extendía un horizonte plagado de
edificios que entonces vi enormes, amenazantes, cubiertos por una espesa nata
de smog. Lo primero que hice fue preguntarle a mi padre cómo íbamos a poder
respirar cuando estuviéramos dentro de aquella nube. “Ya lo estamos”, me contestó,
“sólo que está tan cerca que no podemos verla”.
En los tres días que duró la visita
extremé mis cuidados. Trataba incluso de respirar lo menos posible. Sentía una
secreta admiración por cada una de las personas que veía en la calle: más que
habitantes me parecían sobrevivientes.
Mi vocación me
hizo volver nueve años más tarde, cuando ingresé a un curso en la Escuela
Nacional de Música. No lo hice porque quisiera: no había otra escuela que ofreciera
la especialidad que yo deseaba estudiar. Las semanas que pasé en la capital me
hicieron ver que, si bien las terribles historias que había escuchado en el
norte eran ciertas, se compensaban con ventajas que Torreón no tenía: desde un
clima más benigno hasta conciertos, museos, tiendas de discos y librerías más
surtidas que las de mi natal Laguna.
Finalmente, hace ocho años, decidí
mudarme a este conflictivo laberinto que tanto me apabullaba de niño. Varios amigos
a quienes les compartí mi decisión me repitieron:
—Ten mucho cuidado:
allá están locos.
II
En 2005 se acentuó la violencia en La Laguna. El
ensañamiento que desde entonces muestra el crimen organizado ha llegado a
límites que parecían reservados al territorio de las pesadillas: sicarios que
irrumpen en un antro y disparan contra todo y contra todos, cabezas apiladas en
hieleras, cuerpos disueltos en tambos de ácido… historias terribles, cada una
más terrible que la anterior, que le dan la vuelta al país. Algunas, al
escucharlas, me han parecido difíciles de creer, y las he guardado con reserva
en el cajón de los rumores. Por desgracia muchas se confirman.
Durante las primeras visitas desde
que se inició la ola de violencia, me costaba creer que el territorio seguro
donde crecí estuviera bajo fuego. Hasta que me tocó una balacera en la Calzada
Colón. Y después otra en el Bulevar Independencia.
Afortunadamente siento a mis
coterráneos unidos como nunca. Rebasadas las autoridades, vulnerado el estado
de derecho, las divisiones han pasado a segundo plano para los civiles: más
allá de las terribles anécdotas que se multiplican dolorosamente, comenzamos a
darnos cuenta de que somos miembros de una misma familia. Paradójicamente, la
comunicación fluye en redes informales, de boca en boca, y me da gusto ver que los
ciudadanos vamos aprendiendo a cuidarnos entre todos.
Aunque llevo más de ocho años
viviendo en el distrito federal, conservo el acento y el vocabulario norteños.
Digo feria en vez de cambio y uso palabras como pantalonera, lonche y grapadora. Por
eso no es raro que me pregunten de dónde soy. Cuando contesto que soy de
Torreón, vuelvo a escuchar la misma advertencia, sólo que ahora viaja en
sentido contrario:
—Ah, caray… allá están locos.
III
Me han tocado más balaceras en el de efe que en La
Laguna. En los últimos meses fui testigo de tres enfrentamientos con
ametralladoras afuera del edificio donde vivo, y eso que se trata de una zona
tranquila en el área del pedregal. Las ráfagas me despertaron en la madrugada y
duraron lo suficiente para que pudiera grabarlas desde la ventana con mi
teléfono. Cuando se los conté a mis compañeros de oficina, acostumbrados a la
tranquilidad de la Colonia Del Valle, les pareció difícil creerlo. Entonces
agregué que en la Colonia de los Doctores, donde también viví, me había tocado presenciar
al menos dos ejecuciones.
—Bueno, pero
hablas de la Doctores —precisó alguien—: allá están locos.
Creo que no es así. Que no existen,
que nunca han existido límites para el territorio en donde cualquier cosa puede
ocurrir. Que el estado de derecho se ha debilitado lo mismo aquí que allá,
porque hablamos del mismo país. Creo que aunque no nos demos cuenta, van en aumento
los niveles de violencia y corrupción que respiramos. Tal vez es muy difícil
verlo —y sólo podamos apreciarlo a la distancia— porque ya estamos inmersos en
la nube.
3 comentarios:
¡Vaya! Qué triste y que cierto. Hace poco un escritor exponía que cerca de su casa, en Puebla, había ocurrido una balacera. Y otro le espetaba que era lógico hasta cierto punto que la violencia avanzara, que era Puebla un falso óasis.
Yo regreso a Atlixco, que es mucho más pequeño y "tranquilo" y me encuentro con noticias de actos violentos, y miro con extrañeza a la ciudad en la que crecí y la desconozco. No, no hay límite.
Tu texto me ha hecho recordar también esa primera vez que fui a vivir por un año ahí, a la tierra de los locos, lo cierto es, que jamás durante los más de 300 días que habité esta ciudad, vi nada parecido a lo que contaban las leyendas urbanas. Me daba la impresión más bien de que todo era algo ensayado. Ahora la violencia atesta las ciudades con una expansión que aterra porque de pronto parece "natural", sopesada por unos ciudadanos sobrevivientes. En fin, también quisiera dejar archivadas las historias.
Ser que los locos de allá, acá y acullá nunca han sido tan diferentes?
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