miércoles, 30 de diciembre de 2009
Aquello que nos resta: una charla con Liliana Pedroza
domingo, 13 de diciembre de 2009
Matar en tiempos de crisis
“La mejor manera de saber si se tienen amigos es arruinarse. Los que resisten más tiempo son tus amigos”, escribió Raymond Chandler recordando la desesperación en que lo sumió verse sin empleo en medio de la crisis. Corrían los años de la gran depresión, en que como ahora, el fantasma de la crisis se paseaba por el mundo. No había tiempo para ser pretencioso. En Estados Unidos surgieron los Penny Restaurants, donde era posible hacer una comida por nueve centavos de dólar: una hamburguesa de aserrín con sabor a carne costaba cuatro centavos, un pan duro costaba un centavo, el café, hecho con agua del grifo y raíz de achicoria costaba dos centavos, lo mismo que el postre. Había que comer de pie, por supuesto.
Paradójicamente ese cruce de emergencias, la personal y la colectiva, fueron el factor que propició el nacimiento de Raymond Chandler como escritor de novelas policiales. Para él, ser escritor no resultó rentable en un principio. De 1932 a 1938, ganó sólo 1,275 dólares: la décima parte de lo que ganaba en un año como ejecutivo petrolero. Fueron años duros. Solía contar que había pasado hasta cinco días sin comer otra cosa que un plato de sopa. “Esto no acabó conmigo –escribiría más tarde– pero tampoco aumentó mi amor por la humanidad”.
Este estoicismo cínico (¿o cinismo estoico?) es uno de los rasgos que el autor heredó a Philp Marlowe, el personaje-narrador de sus novelas. En la primera de sus novelas, El sueño eterno, Marlowe se presenta como un detective descarado que, al inicio del libro, va a visitar “a cuatro millones de dólares”. Pero pronto los lectores nos damos cuenta de que el plan de Chandler es ir de lo superficial a lo profundo, de la desfachatez al realismo. Conforme avanza la historia, el detective duro que es Marlowe se va perfilando como un sujeto con muchos más principios de los que convienen a alguien de su oficio. Transcribo un perfil que el detective hace de sí: “Soy un tipo muy despierto. Carezco de sentimientos y escrúpulos. Todo lo que tengo es el prurito del dinero. Soy tan interesado que, por veinticinco dólares diarios y gastos, principalmente gasolina y whisky, pienso por mi cuenta todo lo que hay que pensar; arriesgo todo mi futuro, me atraigo el odio de la policía (…) hurto el cuerpo a las balas y aguanto impertinencias, y digo: ‘Muchísimas gracias. Si tiene usted más dificultades confío en que se acordará de mí; le dejaré una de mis tarjetas por si surge algo’” (El sueño eterno, p. 236).
El sueño eterno contiene demasiados revólveres, demasiados vasos de whisky, demasiadas mujeres hermosas con cigarrillos. Y sin embargo Chandler logró escribir en sólo tres meses una novela entrañable, visceral y racional, que exhibe en alguna medida muchos de los elementos de la literatura chandleriana: un hábil manejo de los implícitos, una capacidad de descripción excepcional y una poderosa economía del lenguaje. Marlowe actúa y después aclara las razones de su actuar, lo que le imprime tensión a los relatos.
Chandler heredó al mundo siete novelas que no han perdido un átomo de su vigencia, pues describen una sociedad tan sórdida como la que habitamos hoy. Destacan El sueño eterno, Adiós muñeca, La hermana menor, La dama del lago y El largo adiós. Forjó además 22 relatos. En sus libros, como en nuestra realidad, las acciones criminales se reconstruyen en los diarios según el gusto del mejor postor, y los policías son mercenarios con precios y tarifas establecidas.
martes, 8 de diciembre de 2009
Camilleri y Montalbano imponen las reglas
Si seguimos la idea pirandelliana de que los personajes buscan a su autor, podemos decir que el comisario Montalbano encontró quién lo escribiese hacia 1994. El elegido fue Andrea Camilleri, siciliano nacido en 1925 en Porto Empedocle, provincia de Agrigento. En el momento en que comenzó a contar las historias de Montalbano, Camilleri había trabajado durante cuarenta años como guionista de televisión y como director de teatro. Había adaptado para la pantalla las novelas de Georges Simenon. Además conocía la vida en Sicilia y era un especialista en literatura y arte dramático… es decir, estaba más que preparado para narrar, con mucho sentido del humor, la vida de un comisario complejo a quien no le importa pasar por encima de la ley para resolver un problema.
La tarea no era sencilla: Montalbano habría de desenvolverse en Vigatà, imaginaria población de la ficticia provincia de Montelusa, en Sicilia. Un territorio en disputa entre dos familias de la mafia: los Cuffaro y los Sinagra. El saldo de esa rivalidad es una escalada de muertes que llegan a ser parte de la cotidianidad de la región. Así, en El primer caso de Montalbano (Salamandra, 2006) vemos a un recién nombrado comisario incapaz de echar a andar los mecanismos de procuración de justicia. Rebasado por las circunstancias y por la corrupción que priva entre funcionarios y elementos de los cuerpos policiacos, entiende que debe imponer sus propias reglas.
Esta situación se agrava en La forma del agua (Salamandra, 2003). Como el resto de las novelas de Camilleri, deja en claro que la verdad y la justicia suelen correr por caminos distintos. A lo largo del libro el narrador nos ofrece diferentes explicaciones acerca de la muerte de un poderoso hombre de negocios que fallece en circunstancias tan bochornosas como enigmáticas. Tal como el agua toma la forma del envase que la contiene, los enigmas se amoldan a la hipótesis que en su momento aparece como la mejor. Sin embargo, cada nuevo indicio modifica el escenario y la versión vigente se derrumba ante el peso de otra más compleja. Al terminar la novela es inevitable preguntarse ¿hemos llegado a la última explicación o estamos en uno más de los rizos de la espiral?
Quizá como resultado de la actividad de Camilleri como guionista, sus obras están construidas sobre pasajes cortos con abundantes diálogos. En El perro de terracota (Salamandra, 2003) hay otro salto: la vida y sus misterios rebasan a las incógnitas meramente policiales. El enigma de este libro tiene que ver con el descubrimiento de una cueva que esconde un arsenal clandestino. En un doble fondo se hallan los cadáveres de una pareja de adolescentes, y es evidente que llevan décadas allí. Hay misterio, sí, pero jurídicamente ya no tiene sentido rastrear al criminal. Es más, ni siquiera se sabe si se trata de un crimen. Así, Camilleri se aleja de la novela policiaca al estilo Conan Doyle, pues el investigador no es un virtuoso de la lógica y del razonamiento. Montalbano es inteligente, pero no es Sherlock Holmes: hay momentos en que las pesquisas avanzan sólo empujadas por el azar o por una sombra de intuición. Si Montalbano impone sus propias reglas, Camilleri también. Y el resultado es que las historias dejan de ser meros rompecabezas para adquirir la estatura de la literatura más entrañable, universal.
Otro elemento enriquecedor es la amistad del comisario Montalbano con el periodista Niccolò Zito. Atestiguar el abismo que hay entre lo que dicen los noticieros y lo que en realidad sucede nos hace cuestionar nuestro entorno inmediato. En Vigatà, las conferencias de prensa y los periódicos suelen contener señuelos o versiones oficiales destinadas a habilitar conductas delictivas llevadas a cabo por quienes debieran evitarlas. De allí que en novelas como La voz del violín (Salamandra, 2002) o El ladrón de meriendas (Salamandra, 2003) el antagonista de Montalbano sean los nuevos mandos policiacos que, lejos de actuar con cautela, desatan tiroteos en los que mueren inocentes.
Como el propio Camilleri lo ha dicho, que Montalbano se apellide así es un homenaje a Manuel Vázquez Montalbán. No es raro que en más de una ocasión el comisario aparezca en las novelas “leyendo a un escritor barcelonés que lo intriga enormemente”. Además, el autor rinde tributo a los espíritus tutelares de su literatura: los personajes citan mucho a Leonardo Sciascia, y no hay novela en la saga Montalbano en que no aparezca por lo menos una vez el nombre de Luigi Pirandello. Camilleri ha asimilado muy bien las lecciones de los sicilianos y consigue un hábil equilibrio entre la invención y las referencias culturales ancladas en el mundo real (la historia de la mafia, la presencia del Islam en Sicilia, la Guerra Mundial). Mediante los procedimientos perfeccionados por Pirandello, difumina la barrera entre ficción y realidad. Tan es así, que seguro que a ninguno de sus lectores nos extrañaría toparnos frente a frente con Montalbano en alguna librería: quizá estaría hurgando en la sección de novelas policiacas, despotricando contra las etiquetas, pues aunque hay historias que tienen muchos cadáveres y poco arte, también es cierto que bajo el sello de novela policiaca se ha escrito mucha de la mejor literatura.
martes, 1 de diciembre de 2009
Una historia prohibida
Me acuerdo, no me acuerdo. ¿Qué año era aquél? Ya había videojuegos pero no Internet, los Enanitos Verdes cantaban La muralla, los electrodomésticos y las golosinas gringas circulaban sólo en el mercado negro. Eran los tiempos de la guerra fría. En los puestos de periódicos, por quince pesos, se conseguían versiones ilustradas de novelas mexicanas: Balún Canán, La muerte de Artemio Cruz, El agua envenenada. Ejemplares de bolsillo, papel revolución. Mi padre las compraba, y yo las leía como leía las tiras de Mafalda, como los cuentos ilustrados de Edgar Allan Poe (en la rústica versión de editorial Novaro). Leer y ver eran casi lo mismo: vi a los chamulas alzarse en Comitán, vi agonizar a Artemio Cruz, vi todo el horror contenido en El barril de amontillado.
Y vi a Mariana. Porque mi favorito en esa colección de Novelas Mexicanas Ilustradas siempre fue el número cincuenta y tres: Las batallas en el desierto. Quizá porque el protagonista era un niño como yo, o debido al irresistible perfil Mariana, coqueta, tentadora en blanco y negro, o porque mi naciente morbo podía practicar allí su mordida en un mundo de adultos. No lo sé. El caso es que desde aquel verano en que mi padre la llevó a la casa leí y releí Las batallas en el desierto hasta aprenderme muchas frases de memoria, frases que dejé de evocar por culpa de otras que me imponía la escuela. Y de esas frases escolares hoy no quiero o no puedo acordarme.
De Las batallas en el desierto sí me acuerdo, claro que me acuerdo. Mariana, Carlos, Jim, Rosales. Un mundo muy parecido al mío, en la medida en que pueden parecerse la capitalina colonia Roma de los años cuarenta y el desértico Torreón de inicios de los ochenta. Me acuerdo de mi abuela regañándome por leer “esas vulgaridades”, tentándome con los tomos verdes, empolvados, de El tesoro de la juventud, diciendo: “tenga para que se entretenga” (juro que así decía). Y me acuerdo de cómo, a la hora de jugar, me subía a una higuera a leer a Mariana. A verla, por supuesto.
¿Qué provocó que niños como Carlos, como yo, convirtiéramos a Mariana en nuestra primera fuente de deseo? ¿Qué causó que volviera a Las batallas una y otra vez? No coincido con los críticos que han visto en la nostalgia el motor que impulsa las historias de José Emilio Pacheco. La nostalgia, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es la “pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”, o una “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”.
No hay felicidades disipadas en la obra de Pacheco: sus historias son viajes al pasado, pero al horror del pasado. Al narrar, los personajes no añoran tiempos diluidos, antes bien tratan de exorcizar los fantasmas que aún quedan de entonces. “Si, en opinión de mi mamá, esta que vivo es la etapa más feliz de la vida, cómo estarán las otras, carajo”, concluye Jorge, el desencantado protagonista de El principio del placer (p. 55). Aún más claro es Carlos, el personaje que cuenta Las batallas en el desierto: “Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia.” (p. 68).
1. El principio del placer. Por mi ejemplar ilustrado de Las batallas en el desierto supe lo que era “tener derrames”. Aprendí lo que eran los actos impuros y los tocamientos. Por la novela de José Emilio Pacheco empecé a explorar, con la vista y la imaginación, las delicias de la geografía femenina: rodillas, muslos, cintura, pechos, el misterioso sexo escondido.
Como en la vida, en la narrativa de Pacheco el deseo despierta desde un sitio ajeno a la razón. El sexo es un enigma que se resuelve en el cuerpo y con el cuerpo, un misterio que duele hasta el gozo. Carlos describe a Mariana: “Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el misterioso sexo escondido”. (p. 37). Después vienen más indicios: “En voz baja y un poco acezante, el padre Ferrán me preguntó detalles: ¿Estaba desnuda? ¿Había un hombre en la casa? ¿Crees que antes de abrirte la puerta cometió un acto sucio? Y luego: ¿Has tenido malos tactos? ¿Has provocado derrame? No sé qué es eso. Me dio una explicación muy amplia. Luego se arrepintió, cayó en la cuenta de que hablaba con un niño incapaz de producir todavía la materia prima para el derrame”. (p. 43).
En El principio del placer el despertar es también un dolor feliz, una experiencia porosa y llena de huecos, la angustiosa promesa de un éxtasis vislumbrado: “Y sin saber cómo ya era de noche, ya estábamos rodando en la arena sin dejar de besarnos, le metía la mano por debajo de la blusa, le acariciaba las piernas y estuve a punto de quitarle la falda”. (p. 30). Yo soñaba hacer lo mismo con Mariana.
2. Repetir su nombre. Ahora me doy cuenta de que además de desearla, Carlos y yo amábamos a Mariana porque podíamos llamarla por su nombre. No teníamos que hablarle de usted o pronunciar solemnemente su apellido, como debíamos hacerlo con nuestros padres o con el maestro Mondragón. Nombrar a Mariana era ya poseerla, paladearla y sentir su esencia palpitando en la lengua. Mariana. Tal vez por eso, en la novela, Carlos no escuchaba razones. Por eso “únicamente repetía su nombre como si el pronunciarlo fuera a acercarla” (p.34).
La relación que el niño teje con la madre de su amigo es aplicable a todo. Cuando Carlos lee el mundo, lo evoca y se apodera de él: “En el recreo le mostraba a Jim uno de mis Pequeños Grandes Libros, novelas ilustradas…”. (p. 23). En la novela los personajes se perfilan a través de sus lecturas: “Mi padre devoraba Cómo ganar amigos e influir en los negocios, El dominio de sí mismo, El poder del pensamiento positivo, La vida comienza a los cuarenta. Mi madre (…) a veces descansaba leyendo algo de Hugo Wast o M. Delly”. (p.51).
En toda la narrativa de Pacheco predominan los personajes-narrador que son lectores ávidos. Algunos de ellos practican la escritura. Así, en “El castillo en la aguja”, de El viento distante, Pablo lee El Corsario Negro y Viaje al centro de la tierra. En El principio del placer el protagonista anota en su bitácora: “Ana Luisa habla bien: ¿por qué escribirá en esa forma? Debe de ser porque no lee”. Jorge no es tan afortunado como Carlos, porque su padre es militar y siente un rechazo congénito hacia la letra impresa. “[Mi padre] supone que gran parte de la culpa la tiene mi afición excesiva por los libros. En vez de leer tanto y encontrar el mal ejemplo en las novelas de amor y de aventuras, debería hacer más deporte y sobresalir en los estudios” (p. 40).
Muchos de los personajes de Pacheco dan un peso fundamental a la expresión escrita, desde el narrador omnisciente de “La fiesta brava” (un cuento que reflexiona sobre el oficio de escritor), hasta “Tenga para que se entretenga” (un relato fantástico). Más aún, este protagonismo de la tinta no es sólo un elemento que adorna el discurso, es una cualidad. No es por capricho que el tratamiento de la lengua describe una curva en Morirás lejos: la novela comienza con sintaxis clara, transparente, con una prolijidad que es un intento por retardar la denuncia del horror. En el clímax, sin embargo, la puntuación desaparece y las frases se vuelven telegráficas, rabiosas, violentas, henchidas de un espanto inexplicable que jamás podría ser transmitido en frases tranquilas, ortodoxas.
3. Nunca ganan los buenos. Para todos nosotros, la muerte de Mariana fue lo más horrible que nos ha pasado en la vida. Carlos confiesa que antes de conocerla “no entendía nada: la guerra, cualquier guerra, me resultaba algo con lo que se hacen películas. En ella tarde o temprano ganan los buenos. ¿Pero quiénes son los buenos?” (p.16) A pesar de que jamás nos quedó claro qué había sucedido, Carlos y yo sabíamos —queríamos saber— que Mariana había muerto por una causa justa. Ella y el padre de Jim “discutieron por algo que ella dijo de los robos en el gobierno, de cómo se derrochaba el dinero arrebatado a los pobres” (p. 62).
Carlos, Jim y yo somos hijos de generaciones obsesionadas con la búsqueda del american way of life. ¿Por qué Jim se llama Jim si es hijo de un político que dedica su vida al servicio de México? Ni siquiera Mariana escapaba a esta contradicción que nos marca en lo más profundo: los flying saucers que prepara son “todo lo contrario del pozole, la birria, las tostadas de pata, el chicharrón en salsa verde que hacía mi madre” (p.29). Cuando el padre de Carlos cedió a la presión financiera y vendió su fábrica de jabones a los norteamericanos, volvió a casa la bonanza económica. Los hermanos se fueron a estudiar a Chicago y a Nueva York, su padre siguió practicando inglés, la madre cambió las tostadas de pata por el rosbif.
“Si en México la mayoría de la gente es tan pobre ¿de dónde sacarán, cómo le harán algunos para robar en tales cantidades?” (p. 47) se pregunta Jorge en El principio del placer. La vida le contesta: todo, desde la lucha libre hasta las cartas de Ana Luisa, son “una farsa y un teatrito” (pp. 53-54). El principio del placer comienza y termina con relatos que se desarrollan en el puerto de Veracruz. Un niño que se enamora, un hombre maduro también lo hace. A la manera de Las batallas en el desierto, es un libro donde no cabe la nostalgia, sino la decepción y el desconcierto. En las siete historias que contiene el volumen coexisten realidades innegables —la matanza de 1968, la violencia feroz de los setentas, la amenaza de ingobernabilidad— con lo fantástico.
Lo mismo sucede con los catorce relatos de El viento distante. Aún cuando cuentos como “La otra muerte” coquetean con elementos fantásticos, éstos tienen una resolución perfectamente explicable: lo más natural es el asombro.
Protagonizada por dos personajes de quienes sabemos un poco menos que lo indispensable, Morirás lejos es la novela más extensa de Pacheco. El primero de los personajes, llamado alguien, es un hombre que lee el aviso oportuno sentado en la banca de un parque. Como el narrador lo enuncia, la presencia de alguien en ese lugar no es una adivinanza sino un enigma. ¿Qué hace en realidad ese sujeto que hojea el periódico en un espacio público, inmerso en un fuerte olor a vinagre? ¿Es un obrero sin trabajo, un delincuente sexual, un padre que ha perdido a su hijo, un amante en espera de su compañera, un detective? No sabemos.
Lo que sabemos es que alguien es observado —¿vigilado?— por eme, un hombre que atisba tras la persiana que cubre una de las ventanas de un edificio cercano. Y entre más especulamos acerca de la identidad de alguien, más claro resulta que se trata sólo de un recurso del narrador para no tener que presentarse. Lo único real, tangible, inegable, vergonzosamente cierto en Morirás lejos es la muerte, ya sea en la destrucción de Jerusalén por las legiones romanas o en los campos de concentración instaurados por el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial: hay millones de fantasmas a quiénes preguntar por ese horror.
Si bien las palabras son un útiles para apropiarse del mundo, no tienen la misma eficacia para lavarlo. Las palabras no consiguen describir, narrar o consignar la atrocidad del exterminio. Y sin embargo, hay que hacer el esfuerzo. Pacheco y su difuso narrador dicen que así sea la billonésima vez que se narren estas aberraciones, seguirá siendo necesario recordarlas para que no se repitan. Y convergen muchas situaciones que expone la narrativa de Pacheco: de la muerte de Mariana a la traición de Ana Luisa, de la mujer-tortuga que protagoniza “El viento distante” a la voz infectada por la envidia que escuchamos en “La zarpa”, contar las desgracias es la mejor forma de evitar que se repitan. Porque de esos horrores quién puede tener nostalgia.
miércoles, 7 de octubre de 2009
Funeral de Edgar A. Poe
Menos de 10 personas asistieron al funeral de Poe cuando éste murió en octubre de 1849 a los 40 años. Su primo, Neilson Poe, nunca anunció públicamente el deceso del gran escritor. Debido a un intenso interés, Baltimore celebrará dos funerales. Se espera que cada uno atraiga a unas 350 personas al Westminster Hall, la otrora iglesia adyacente a la tumba de Poe, de acuerdo con información difundida por la agencia noticiosa AP.
Actores interpretarán a amigos y contemporáneos del autor así como a escritores y artistas que citaron a Poe como una influencia (esta lista es, en realidad, interminable). Asimismo, la Casa y Museo de Poe también realizará el miércoles un velatorio con una réplica del cadáver de Poe.
domingo, 27 de septiembre de 2009
Quién los entiende
domingo, 20 de septiembre de 2009
La conciencia imprescindible
El jueves a las siete de la tarde se presentará en el Museo del Estanquillo (Isabel la Católica 26, esq. con Madero, en centro histórico de la ciudad de México) el libro La conciencia imprescindible, número 369 del Fondo Editorial Tierra Adentro. Este libro contiene 16 ensayos acerca de la obra de Carlos Monsiváis, producto de la pluma de igual número de jóvenes autores.
El volumen ha sido compilado y muy bien prologado por Jezreel Salazar.
Tomo esa presentación como pretexto para subir un trabajo periodístico que fue publicado originalmente en 2002. Se trata, en realidad, de una charla de aeropuerto: el primero de mayo de ese año yo tenía programado un viaje de Santiago de Chile a Montevideo. No sé por qué razón los vuelos estaban suspendidos, y en las salas de espera se apiñaban grupos de turistas de varias nacionalidades. Aquello era una babel & duty free. Eso propició, de algún modo, que apareciera en el sitio el maestro Carlos Monsiváis. Había en la atmósfera la incertidumbre suficiente como para hacer una entrevista que se titulara:
jueves, 3 de septiembre de 2009
Amenazas, periodismo y Pretexta
La novela es protagonizada por Bruno Uribe, un joven aspirante a escritor. Bruno sobrevive haciendo crónicas de lucha libre a pesar de que nunca ha asistido a alguna, y no le importa robar o inventar el material que publica en periódicos dudosos: inventa entrevistas con políticos, con actrices, con luchadores. De allí que él se llame a sí “el cronista enmascarado”.
Con un lenguaje crudo, eficaz, Federico Campbell nos cuenta cómo Bruno es contratado para hacer un libelo en contra de un viejo maestro universitario, Álvaro Ocaranza, para neutralizarlo como miembro de la oposición política. La materia que Ocaranza imparte es Historia del Teatro.
Amparado por el anonimato, da rienda suelta a sus demonios para construirle un aberrante pasado a su maestro. Se trata de pisotear su dignidad y por lo tanto su credibilidad. Así, su máquina de escribir se convierte en un arma. En esta ocasión el orden de los factores sí altera el producto: si Álvaro Ocaranza se dedica a la Historia del Teatro, Bruno se dedica al Teatro de la Historia.
Campbell narra cómo el viejo maestro Ocaranza, que en algún momento también ejerce el periodismo, es “levantado” para intimidarlo y para fabricarle pruebas que lo incriminen en hechos vergonzantes. De este modo los periodistas son, en esta magistral novela, víctimas y verdugos al mismo tiempo.
Asombra la actualidad que Pretexta acusa. Hoy, que a cada paso de la vida nacional nos enfrentamos a hechos crudos que resultan difíciles de interpretar, esta novela es, para decirlo con una definición de Mario Vargas Llosa, “una mentira que encubre profundas verdades”.
Pretexta es una novela que se caracteriza porque muy pocas veces se solucionan los misterios. Las historias del México actual que Campbell consigna en este libro están llenas de vacíos e interrogantes porque en la vida real no existen certezas completas, perfectas.
Seguimos preguntándonos quién ordenó las muertes de Luis Donaldo Colosio, de Francisco Ruiz Massieu, del cardenal Posadas Ocampo. Seguimos esperando que se proceda contra los autores intelectuales de los asesinatos de periodistas como Héctor “el Gato” Félix, codirector del semanario Zeta, acribillado en Tijuana la mañana del 20 de abril de 1988. O Manuel Buendía, ejecutado en la avenida Insurgentes de la capital durante la noche del 30 de mayo de 1984.Así, con asombro llego a una de las muchas preguntas que brotan de la lectura de Pretexta: ¿Cuántas veces, en los últimos treinta años, las atrocidades que leemos aquí como ficción han ocurrido realmente?
viernes, 28 de agosto de 2009
El sueño no es un refugio sino un arma
lunes, 24 de agosto de 2009
Deudas históricas
No es el único caso: En 1822, la señora María Antonia Morelos pidió al entonces emperador Agustín I una pensión en recompensa de los servicios prestados a la patria por su hermano, derecho que también fue reclamado por Juan Nepomuceno Almonte, hijo natural de Morelos producto de sus amores oscuros con la señora Brígida Almonte. Meses más tarde, la señora María Victoriana Bretadillo se presentó ante el mismo emperador con seis documentos que la acreditaban como la viuda de Juan José Martínez, alias El Pípila, a solicitar una indemnización por parte del gobierno.
De hecho, un decreto presidencial del 19 de julio de 1823 ordena otorgar pensiones a los padres, mujeres e hijos de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama, Mariano Abasolo, José Ma. Morelos, Mariano Matamoros, Leonardo y Miguel Bravo, Hermenegildo Galeana, Mariano Jiménez, Francisco Javier Mina, Pedro Moreno y Víctor Rosales.
lunes, 20 de julio de 2009
Laurita Suárez vuelve a morir...
viernes, 26 de junio de 2009
Espeluznante
¿Sabe quién fue Rod Temperton? ¿Sabe quién fue Quincey Jones? ¿Y sabe quién fue Michael Jackson? Los tres son nombres claves para la industria discográfica norteamericana (y mundial) en 1982 con “Thriller” un álbum del que se ha hablado mucho desde entonces, pero sobre todo en los últimos días.
A raíz de la muerte de Michael Jackson, los medios de comunicación han resucitado el video de esta canción, quizá el primero que se arriesgó a una duración que en términos de mercado se considera larga.
En el video, Jackson encarna a dos figuras heredadas del imaginario romántico que subsisten dentro de la mitología taquillera de las películas de horror: el hombre-bestia y el muerto-vivo. En 1982 yo tenía cinco años, y recuerdo haber visto, entre el susto y la excitación, el video del cantante que hacía bailar a los jóvenes.
Resulta paradójico que en los ultimos días, el intérprete de canciones como “Billie Jean” “Keep the Faith” o “Smooth Criminal” haya vuelto a representar –lo más seguro es que contra su voluntad– el papel de muerto viviente que le valió tener bajo el brazo el disco más vendido de la historia.
Criticado por muchos, acusado de delitos como fraude y pederastia, admirado también por muchos y conocido prácticamente por todos, Michael Jackson ha sido un muerto viviente debido al mismo mal que le aquejó durante buena parte de su vida: el asedio mediático.
¿Hasta qué punto somos, como sociedad, responsables del personaje tan lleno de claroscuros (y lo digo sin ironías) que Jackson llegó a ser? ¿No eran sus arranques parte de un sistema de adicciones que alimentaban los mismos medios de comunicación, siempre hambrientos de escándalos y notas?
Lo mejor que hizo Michael en vida fue lo que lo llevó a la fama: era un excelente intérprete y un bailarín preciso, y no hay que rascar mucho para ver que le apasionaba su trabajo. Pero la excesiva notoriedad se convirtió también en un estigma. Una suerte de maldición.
Sería interesante hacer un ejercicio y pensar qué encontrarían los medios de comunicación en cada uno de nosotros si de pronto fuésemos blanco de los flashes y las grabadoras por uno solo de los aspectos de nuestra vida. Nuestros defectos, nuestros vicios secretos, nuestros conflictos heredados de la infancia serían el tema de conversación de miles de millones a quienes no conocemos, a quienes sólo debería importarles lo mejor que tenemos que ofrecer de nosotros mismos. Pero como aquellos zombies hambrientos de carne, los medios suelen buscar también el lado oscuro de cada personaje (otra vez, sin jiribilla).
Las canciones que todos coreamos en 1982 fueron compuestas por Rod Temperton, y producidas por Quincey Jones. Ellos no dieron la cara, Michael Jackson sí. Y a partir de entonces, su vida se convirtió más que nunca en un espeluznante tobogán de notoriedad, de excesos, de extravagancias. También de buenas canciones. Lo triste de todo es que, como en aquel viejo video, ni muerto descansa en paz.
jueves, 25 de junio de 2009
Alaska
miércoles, 3 de junio de 2009
Cronistas!
Me entero, con muchísimo gusto, de que dos amigas han sido reconocidas con el Premio Estatal de Periodismo Coahuila 2009: Miriam González, de El Siglo de Torreón (por Crónica Deportiva con "Se Carga a La Laguna") y Daniella Giacomán (de Milenio, por Crónica Cultural, con el trabajo "De la Crónica a la Reflexión: Carlos Monsiváis). Esperaremos un texto sobre el festejo, al fin que por cronistas la cosa no queda... ¡Felicidades a ellas y a los demás ganadores!