
En el capítulo XXXVIII de la primera parte de El Quijote, Cervantes pone en boca de su personaje una serie de ideas que conocemos con el nombre de discurso de las armas y las letras. El pasaje sigue el trote mental de don Quijote, quien busca resolver cuál de los oficios es mejor: soldado o escritor. En primer lugar, dice, hay que tomar en cuenta que son muchos menos los premiados por la guerra que los que mueren en ella. No cabe la comparación: los muertos son incontables, los beneficiados son apenas unos cuantos que permanecen en la sombra.
Viene después un contrapunto de argumentos: dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes, letras, al fin.. Sin embargo, con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de sicarios (perdón, de corsarios).
No se detiene allí el flaco caballero. No hay entre los estudiosos un temor comparable al del soldado que sufre el fuego enemigo y no puede huir del peligro. Hasta aquí, pues, la discusión la ganan los soldados y las armas. Pero en realidad Cervantes nos está planteando un acertijo sobre el que volveré más adelante.
Hoy más que nunca sirve rescatar las cavilaciones de don Quijote porque la realidad nos pone frente a la misma encrucijada: “aunque no lo parezca, vamos ganando la guerra contra el crimen organizado”, dicen algunos altos funcionarios del gobierno federal y para respaldar sus informaciones sueltan una parrafada que huele a sangre y pólvora. Queda claro: la apuesta son las armas, los soldados, la mencionadísima mano dura. Lo vemos todos los días en Torreón, en México, en el mundo. Un duelo de calibres, de muertos, una competencia por ver cuál de los bandos causa más dolor en el contrario. Pero el sufrimiento no tiene límites, y bien visto es estúpido pensar que un día arribaremos a la felicidad con una bazuca al hombro, a punta de balazos.
Quiero pensar entonces que la versión contemporánea del conflicto que enfrentaba don Quijote amerita una respuesta compleja, incluyente, que rebase las apariencias. Y lo que se me ocurre es que no se trata de optar por las armas o las letras, se trata de que las armas son las letras. No es esta la respuesta de Cervantes, esa me la reservo todavía. Es apenas una sugerencia ya que nos hemos metido a discutir con un loco de cuatrocientos años.
Las letras son armas si logramos rebasar el viejo esquema que concibe a la ficción como lo opuesto a la realidad y comenzamos a entenderlo como germen de la misma. Las letras son la semilla del mundo porque son una variación que construimos a partir de los componentes esenciales de la vida. Nada se crea a partir de la nada. Para transformar el mundo primero hay que visualizarlo de otro modo y eso se consigue con letras. Las ficciones que más nos conmueven –El Quijote, Crimen y Castigo, Cien años de Soledad- son aquellas en que nos reconocemos.
Borrada esta frontera incómoda entre ficción y realidad, las letras son armas cuando se asume que escribir es peligroso. Si no, por qué razón ser reportero en México entraña igual o más peligro que ejercer el oficio en Irak o Afganistán. Ser reportero es peligroso porque se trabaja todos los días con letras, porque se cambia el entorno a fuerza de palabras.
Las letras se vuelven armas si nos permiten ver que vivimos inmersos en un ambiente que en muchas ocasiones puede ser hostil, persecutorio, intolerante. Se vuelven armas si nos permiten ver que muy pocas veces se solucionan los misterios y casi nunca se encuentra a los culpables. En el mejor de los casos a los mexicanos siempre nos falta una pieza del rompecabezas. Las historias del México actual están llenas de vacíos e interrogantes. Seguimos preguntándonos quién ordenó las muertes de Colosio, de Ruiz Massieu, del cardenal Posadas, por mencionar tres ejemplos que pudieran ser treinta, trescientos, tres mil. Las víctimas de la guerra son incontables, como dijo el loco de Cervantes.
Lo que Cervantes no dice pero es fácil advertir, es que se trata de un libro y no un arma lo que tenemos en las manos cuando don Quijote concluye un discurso que logra convencernos. En este último verbo, convencernos, radica la solución al acertijo de Cervantes. Con letras nos inyecta la idea de la supremacía de los soldados. Cuando alguien nos convence nos acerca a él y él se acerca a nosotros. Este acercamiento puede trascender el tiempo, pues de otro modo no estaríamos ahora mismo dialogando con un soldado que perdió una mano hace cuatro siglos. Aquí es donde nuevamente se juntan la España del siglo XVII y el Torreón que hoy habitamos: en la celebración de la superioridad que tienen las letras sobre las armas. Las palabras convencen, transforman, construyen y acercan. Las armas nomás matan.