martes, 26 de junio de 2012

Allá están locos




Crecí escuchando lo difícil que podía ser la vida en el distrito federal: temblores y asaltos. Ríos de personas como autómatas ciegos en los túneles del metro. Manifestaciones. Laberintos de asfalto donde los coches se quedaban varados por horas. Secuestros. Familias completas viviendo en un cuarto de azotea. Un cielo venenoso y gris que en los peores días dejaba sobre las banquetas un reguero de pájaros muertos.

        Con todo, era la capital del país. Me tocó visitarla por primera vez a los   ocho años, cuando mi padre decidió que ya podía acompañarlo a una reunión de trabajo. En ese tiempo no había de otra: ir de Torreón a México implicaba pasar la noche en un autobús que se detenía en cada población. Ya en el andén de salida, mi madre nos lanzó una advertencia:
—Tengan cuidado: allá están locos. 
A las seis de la mañana mi padre me despertó para que no me perdiera la entrada a la ciudad en la que él había estudiado de joven. Frente a nosotros se extendía un horizonte plagado de edificios que entonces vi enormes, amenazantes, cubiertos por una espesa nata de smog. Lo primero que hice fue preguntarle a mi padre cómo íbamos a poder respirar cuando estuviéramos dentro de aquella nube. “Ya lo estamos”, me contestó, “sólo que está tan cerca que no podemos verla”.
En los tres días que duró la visita extremé mis cuidados. Trataba incluso de respirar lo menos posible. Sentía una secreta admiración por cada una de las personas que veía en la calle: más que habitantes me parecían sobrevivientes.
Mi vocación me hizo volver nueve años más tarde, cuando ingresé a un curso en la Escuela Nacional de Música. No lo hice porque quisiera: no había otra escuela que ofreciera la especialidad que yo deseaba estudiar. Las semanas que pasé en la capital me hicieron ver que, si bien las terribles historias que había escuchado en el norte eran ciertas, se compensaban con ventajas que Torreón no tenía: desde un clima más benigno hasta conciertos, museos, tiendas de discos y librerías más surtidas que las de mi natal Laguna.
Finalmente, hace ocho años, decidí mudarme a este conflictivo laberinto que tanto me apabullaba de niño. Varios amigos a quienes les compartí mi decisión me repitieron:
—Ten mucho cuidado: allá están locos.

II

En 2005 se acentuó la violencia en La Laguna. El ensañamiento que desde entonces muestra el crimen organizado ha llegado a límites que parecían reservados al territorio de las pesadillas: sicarios que irrumpen en un antro y disparan contra todo y contra todos, cabezas apiladas en hieleras, cuerpos disueltos en tambos de ácido… historias terribles, cada una más terrible que la anterior, que le dan la vuelta al país. Algunas, al escucharlas, me han parecido difíciles de creer, y las he guardado con reserva en el cajón de los rumores. Por desgracia muchas se confirman.
Durante las primeras visitas desde que se inició la ola de violencia, me costaba creer que el territorio seguro donde crecí estuviera bajo fuego. Hasta que me tocó una balacera en la Calzada Colón. Y después otra en el Bulevar Independencia.
Afortunadamente siento a mis coterráneos unidos como nunca. Rebasadas las autoridades, vulnerado el estado de derecho, las divisiones han pasado a segundo plano para los civiles: más allá de las terribles anécdotas que se multiplican dolorosamente, comenzamos a darnos cuenta de que somos miembros de una misma familia. Paradójicamente, la comunicación fluye en redes informales, de boca en boca, y me da gusto ver que los ciudadanos vamos aprendiendo a cuidarnos entre todos.
Aunque llevo más de ocho años viviendo en el distrito federal, conservo el acento y el vocabulario norteños. Digo feria en vez de cambio y uso palabras como pantalonera, lonche y grapadora. Por eso no es raro que me pregunten de dónde soy. Cuando contesto que soy de Torreón, vuelvo a escuchar la misma advertencia, sólo que ahora viaja en sentido contrario:
—Ah, caray… allá están locos. 

III

Me han tocado más balaceras en el de efe que en La Laguna. En los últimos meses fui testigo de tres enfrentamientos con ametralladoras afuera del edificio donde vivo, y eso que se trata de una zona tranquila en el área del pedregal. Las ráfagas me despertaron en la madrugada y duraron lo suficiente para que pudiera grabarlas desde la ventana con mi teléfono. Cuando se los conté a mis compañeros de oficina, acostumbrados a la tranquilidad de la Colonia Del Valle, les pareció difícil creerlo. Entonces agregué que en la Colonia de los Doctores, donde también viví, me había tocado presenciar al menos dos ejecuciones.
—Bueno, pero hablas de la Doctores —precisó alguien—: allá están locos.
Creo que no es así. Que no existen, que nunca han existido límites para el territorio en donde cualquier cosa puede ocurrir. Que el estado de derecho se ha debilitado lo mismo aquí que allá, porque hablamos del mismo país. Creo que aunque no nos demos cuenta, van en aumento los niveles de violencia y corrupción que respiramos. Tal vez es muy difícil verlo —y sólo podamos apreciarlo a la distancia— porque ya estamos inmersos en la nube.