miércoles, 25 de enero de 2012

Edith Piaf y la Sonora Dinamita




Nueva York no tiene ni el tiempo ni el candor para sorprenderse a sí misma. La integración de culturas es su esencia: trabajadores griegos, latinoamericanos, africanos, rusos, chinos, conviven sin reparar demasiado en sus diferencias. No es la convivencia glamorosa que nos vende la T.V. Acá cada quien habla de sus cosas en su lengua o en un inglés marcado por los más variados acentos.


Esta ciudad no tiene tiempo para creerse la imagen que ha hecho de sí misma. No tiene ni siquiera interés en hacerlo: el cuzqueño añora los anticuchos, el michoacano las tortillas, el coreano algo extrañará, aunque los demás ignoremos qué. Es allí, en la mutua ignorancia, donde se basa el respeto. Un respeto frío, que se parece demasiado a la indiferencia.


Los que sí compiten por la atención de estas minorías (y en esa lucha apelan al entendimiento y a la comprensión) son las empresas. En Wall Street, en las cafeterías que pueblan los alrededores de Trinity Church, los espectaculares anuncian cerveza en inglés pulcro: "Who wants a cold one?". Pero basta descender veinte escalones para que los carteles de la misma marca migren al español: "Coors Light, para los verdaderos aficionados a los Gigantes", y agregan un mexicanísimo "ya se armó". Trivia: ¿cuántos güeros aparecen en este cartel?


Que nadie se engañe: Nueva York no es el caos, sino la especialización. Los mensajes son dirigidos a grupos específicos, a perfiles específicos: Sicily pizza, Ferretería, Sandy's cuchifritos, Farmacia Latina, se lee en el cruce de avenida Lexington con Luis Muñoz Marín.


¿A qué suena Manhattan? Para algunos seguro suena a jazz, a la guitarra de B.B. King, a una balada de Billy Joel. Puede ser que a eso suene. Pero no sólo a eso. En la estación del metro que está sobre la calle 42, muy cerca de Times Square, escuché a un grupo de músicos exprimiendo de sus instrumentos los acordes de "Que nadie sepa mi sufrir". Para mi sorpresa, un grupo de franceses aplaudía con entusiasmo la ejecución.


Esa canción es un buen ejemplo de cómo funciona el crisol de culturas: me comenta Édgar Amador que eso que nosotros bailamos en las bodas y atribuimos a la Sonora Dinamita, ya lo cantaba Edith Piaf en 1957, por supuesto en francés. Aunque la letra es radicalmente distinta, basta buscar "La Foule" en Youtube para darse cuenta de que el tema interpretado por Piaf originó la cumbia que hace sudar a miles de señoras en sus clases de baile. Pero tampoco la Piaf fue original: la pieza fue originalmente compuesta en 1936 por Ángel Cabral con letra de Enrique Dizeo, ambos argentinos. La figura que utilizaron Cabral y Dizeo es un vals peruano, que por aquellos años era un género muy popular en América Latina.


Así pues, entre el fugaz público de aquella banda cada quien escuchó lo que quiso, o lo que pudo: el peruano oyó un vals donde yo oí una cumbia, y los franceses aplaudieron un viejo éxito de Piaf. Lo mismo sucede con la literatura, con el periodismo, con la comida, con la ropa...


Nueva York no tiene ni el tiempo ni el candor para sorprenderse a sí misma. La integración de culturas es su esencia: trabajadores coreanos, griegos, latinoamericanos, rusos, chinos, conviven sin reparar demasiado en sus diferencias. No es la convivencia glamorosa que nos vende la T.V. Acá cada quien habla de sus cosas en su lengua o en un inglés marcado por los más variados acentos.

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