lunes, 11 de octubre de 2010

Las travesuras del escribidor


La decisión de la Academia Sueca de otorgar el Premio Nobel de Literatura 2010 a Mario Vargas Llosa ha detonado festejos en el mundo entero. Confieso que yo aplaudí frente a la tele. En la marea que siguió al anuncio, algunas voces han señalado que el autor de La Fiesta del Chivo “merece el Nobel a pesar de sus ideas políticas”. Opino muy distinto. El premio es merecidísimo justo porque no se puede desligar al narrador del hombre político.

Las palabras del comité que otorga el premio son muy claras: don Mario es Nobel por su “cartografía de las estructuras del poder y aceradas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”.

Quien haya leído al menos uno de los libros de Vargas Llosa sabe que sus novelas, cuentos, ensayos y obras de teatro generan incomodidad en los lectores. Leerlo es una experiencia agridulce, dolorosa y gratificante al mismo tiempo porque los hechos nos obligan a cuestionar el proceder de los personajes, a analizar cómo algunos hombres logran imponerse sobre otros. ¿Quién que haya pasado por esas líneas no ha odiado y querido al Arpista, a Zavalita, a Fonchito? ¿Quién no desea y aborrece al mismo tiempo a la niña mala, a Agustín Cabral? ¿Quién puede decir si Pedro Camacho es un loco o un genio?

Una vez picados de esa víbora, comenzamos a ver la vida como si fuese una de esas novelas. Probablemente sin que lo deseáramos, don Mario nos ha enseñado a captar la vida por la parte visible y también por la de atrás, por las costuras, por el andamiaje que el poder construye. Y con ese método nos ha enseñado a cuestionar todo. Hasta a nosotros mismos.

He comentado en este mismo espacio varias novelas de don Mario: Conversación en la Catedral, la Ciudad y Los Perros, La Casa Verde, Las Travesuras de la Niña Mala, El Paraíso en la Otra Esquina… quizá más que ninguna, esta última ejemplifica cómo provoca don Mario la saludable incomodidad a la que me refiero.

En esa novela, Vargas Llosa reconstruye la vida de Gauguin y de su bisabuela, la activista Flora Tristán. Más que intentar una biografía novelada, Vargas Llosa rescata las ideas, obsesiones e inquietudes que marcaron la vida de los dos personajes. Con concepciones drásticamente distintas de la vida, Gauguin y Tristán ofrecen un contrapunto que hace inevitable que el lector mastique y mastique la pregunta que sugiere la contraportada: ¿Dónde está el paraíso? ¿En la construcción de una sociedad igualitaria o en la vuelta al mundo primitivo?

Gauguin, lo sabemos, dejó Europa para irse a vivir a Thaití, en donde desarrolló una parte importante de su obra pictórica. Atraído por la forma de vida de los nativos, murió enfermo. Flora Tristán, por el contrario, dedicó su vida a luchar por los derechos de los obreros y por reivindicar el papel de la mujer dentro de la sociedad. Y sin embargo, ambos personajes comparten mucho más que la sangre, pues demuestran una convicción envidiable que los empuja a rebasar las convenciones de sus respectivas épocas.

Desde que apareció, he escuchado comentarios muy distantes por parte de quienes leen esta novela. Quien no la tilda de genial, la tacha de insufrible. Imagino que reacciones tan distintas se deben a que, conocedor de la entraña humana, Vargas Llosa no cae en el juego de caracterizar a los obreros-buenos y a los patrones-malos-e-inhumanos. El paraíso en la otra esquina no intenta defender posturas o concepciones, sino cuestionarlos. Hay por ello, a lo largo de las casi quinientas páginas de la novela, un despiadado bombardeo de cuestionamientos al Estado, a los empresarios, a los obreros, a la Iglesia, al periodismo, al papel de la mujer en las sociedades, a la forma de asumir la sexualidad masculina, a la familia como institución, a los historiadores como falseadores de los hechos, al lector mismo…

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